La gloria del emperador I

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A Mulkrod le llegaba el olor a río y a pescado de las cercanías del puerto fluvial; sentía la humedad del ambiente y percibía la euforia de la gente. El día era claro y soleado. La primavera en las tierras del sur siempre era cálida.

‹‹Los dioses bendicen nuestra llegada —pensó, satisfecho.››

Enormes polvaredas de arena se levantaban a las afueras de la ciudad. Miles de personas le esperaban. Toda su gente estaría ansiosa por ver a las victoriosas tropas y al invencible Emperador, al Señor y Rey de todas las tierras de Veranion, al hombre más poderoso sobre la faz de la tierra. La larga columna que formaba su ejército llegaba casi a la capital de su imperio, Sharta. Estaban ya muy cerca y Mulkrod, como soberano del mundo y comandante supremo de los ejércitos imperiales, lideraba la gigantesca columna que formaba su imbatible ejército. Montaba en su mejor caballo, un corcel negro de las tierras del sur. Mulkrod llevaba una capa carmesí cubriéndole su armadura negra y dorada que brillaba a la luz del sol; en su cabeza llevaba una corona de laureles de oro y en su mano derecha llevaba el cetro imperial. Debía mostrarse majestuoso, espléndido, virtuoso e invencible ante su pueblo, más como un dios que como un hombre. A su espalda le seguía Reivaj, su guardaespaldas, el Gigante de Ibahim, siempre cerca de su señor. Reivaj, que llevaba puesta una cota de malla gris y un peto de cuero, no parecía muy contento con ello puesto. Prefería llevar poca ropa y menos protecciones, tanto en la vida real como en el campo de batalla, pero en una ocasión como aquella debía estar al menos presentable. Tenía su barba castaña peinada y con trenzas; a la espalda llevaba colgada su hacha de combate, su arma favorita, de la cual no podía desprenderse ni en un momento como aquél. A su altura le acompañaban los escuderos del Emperador, que llevaban el yelmo, el escudo y la lanza de Mulkrod, además de todos sus caballos. A su alrededor marchaban una veintena de los mejores hombres de la guardia imperial, todos con sus armaduras negras, capas rojas y yelmos grises. Tras los escuderos marchaban los hermanos del Emperador, Marmond y Menkrod, con dos armaduras idénticas de color gris oscuro con remaches dorados, y detrás Solrac, el principal consejero de Mulkrod y Primer Encantador de la Orden de Zurst. Les seguían muchos de los oficiales de mayor prestigio del ejército: los Grandes Señores del Imperio, todos deseosos de llevarse parte de la gloria y sentir el calor de las masas al aclamarles por la reciente victoria conseguida en el norte. Justo detrás marchaba la guardia imperial a caballo y, custodiados por ellos, los prisioneros de guerra: quinientos hombres encadenados unos a otros para evitar fugas. Todos llevaban ropas rotas y ajadas, y apestaban. Su aspecto era deplorable. A Mulkrod no le valía con derrotarlos y esclavizarlos, sino que además pretendía humillarlos; para ello les exhibiría como a ganado ante sus súbditos. Detrás marchaban los carros con los tesoros obtenidos tras saquear los templos y palacios de Vendram y Beglist; grandes riquezas con las que pretendía pagar los costes de la campaña y enriquecer las arcas imperiales para financiar futuras contiendas. Al tesoro le seguía una gigantesca columna de jinetes: primero con los originarios de Sharpast, luego los nacidos en las provincias y por último la caballería mercenaria. A casi dos kilómetros de distancia terminaba la larga columna de jinetes y empezaba la todavía mucho más grande hilera de miles y miles de infantes en perfecto orden, avanzando de forma casi sincronizada al son de los tambores. Primero marchaban los sharpatianos, luego los vegtenos y por último los mercenarios, que serían los últimos en disfrutar de la gloria que el Emperador ofrecía a todos los hombres que luchaban en su ejército. Después le seguían los muchos carros tirados por burros y bueyes con las provisiones, el material para construir campamentos, las reservas de flechas y armas, la carroza del Emperador con algunas de sus concubinas dentro y todos los miles de auxiliares y sirvientes que facilitaban el día a día del ejército, levantando las tiendas de campaña y fortificaciones, preparando el rancho y encargándose de las tareas más pesadas. Ellos no participarían en el desfile, sino que irían directamente al lado sur de la ciudad para levantar el campamento provisional donde el ejército acamparía esa noche. La carroza con las concubinas iría directamente a palacio por la Puerta Alta, evitando a las masas.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora