La Batalla del Llano de Goldur I

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Año 1587 del cómputo lindoniano. Principios de junio.

El ejército de Lindium seguía avanzando sin oposición por las tierras del Imperio. Ya habían cruzado el Euder, el último gran río que había al sur de Tancor, cuyas aguas nacían en los Montes de Marmen, una región que habían bordeado en parte para llegar a la calzada que llevaba a Sharpast, adentrándose en angostos valles de difícil tránsito. Las largas caminatas con pocos descansos habían agotado física y anímicamente a los hombres.

Desde el último enfrentamiento no habían tenido noticia alguna de los ejércitos imperiales, ni siquiera habían visto a patrullas o guarniciones en pueblos o aldeas, nada, como si tuvieran el camino libre hasta la capital. Los exploradores no traían nuevas noticias, ni siquiera interrogando a los aldeanos locales, que, o bien no sabían nada o no querían hablar. Al menos, para alivio de los generales, el viaje estaba siendo relativamente tranquilo y con pocos contratiempos; la temperatura y el clima eran propicios para el avance y no tenían aún carestía de alimentos. Los dioses bendecían la travesía o bien les conducían a una trampa.

Por entonces llevaban casi un mes atravesando aquel inmenso territorio.

‹‹Sin duda Sharpast se está preparando para detener nuestra ofensiva —pensaba Nairmar a menudo—. Solo eso justifica la ausencia de enemigos en estas tierras, ¿pero cuándo atacarán?››

No se había producido ni una triste escaramuza desde el incidente en las Colinas de Hast. Muchos empezaban a preocuparse e impacientarse. Por el momento todo estaba siendo fácil, quizás demasiado; invadían el Imperio y apenas había signos de resistencia. No obstante, todos eran conscientes de que tarde o temprano se enfrentarían a las fuerzas que Sharpast pudiera reunir, de eso no tenía ninguna duda.

‹‹Nos harán frente con un ejército inmenso, sin duda —pensaba Nairmar—, pero con tropas mal preparadas y sin tiempo suficiente para adiestrarse.››

Eso era lo que esperaban la mayoría de ellos, ya que el grueso de los ejércitos imperiales, lo más granado de Sharpast, se encontraría probablemente en Sinarold, a demasiada distancia como para acudir a tiempo a la llamada de Mulkrod. Según sus previsiones, las tropas imperiales del norte llegarían demasiado tarde como para inclinar la balanza a su favor. Sharpast debería haber caído para entonces o, de lo contrario, la campaña fracasaría y la guerra probablemente se perdería. En aquellos momentos todo parecía ir bien, pero aun así, Nairmar estaba preocupado y algo nervioso; había demasiada inactividad.

‹‹Mulkrod prepara algo, ¿pero el qué? A estas alturas ya sabrá que avanzamos hacia él. ¿Cómo reaccionará?››

A sus pensamientos, Nairmar sumaba la nostalgia del hogar y el recuerdo de su amada, Nerma. Le hubiera gustado que ella le hubiera acompañado, pero entonces su vida correría peligro y ese era un riesgo que no estaba dispuesto a asumir. Pensó en escribirla, pero las líneas de comunicación eran demasiado amplias y la carta tardaría meses en llegar, si es que conseguía hacerlo, y no podía permitirse el lujo de perder hombres por ello. Pensó en entregársela a alguno de los mensajeros que iban y venían llevando las novedades del avance, pero había cosas más importantes por delante. Debía centrarse en el día a día, solo así podría estar preparado para lo que viniera después.

A los pocos días llegaron a Luzor, una ciudad costera en el límite fronterizo entre Sharpast y Tancor, ciudad que delimitaba el final de lo que antes era el antiguo Reino de Tancor con Sharpast, antes de su expansión en la región más occidental de Veranion, por lo que, una vez atravesaran esa frontera ficticia, se encontrarían en la verdadera tierra de Sharpast. Su tierra original.

Luzor se había enriquecido gracias al comercio de los preciados metales que compraban en Ibahim. Ambas ciudades rivalizaban en el comercio de la zona, aunque Ibahim, al ser el lugar donde provenían una buena parte de los metales del Imperio, partía con ventaja. Luzor contaba con una flota comercial mayor que la de Ibahim, por lo que hacía las veces de intermediaria; adquirían los metales a un coste menor; luego, tras convertirlos en manufacturas, los vendían por muchos de los puertos de la costa a un precio mucho mayor del valor original. Las dos rivales, de una forma o de otra, se enriquecían notablemente del mismo negocio; una proveía y la otra vendía. Luzor tenía el derecho de ser la primera exportadora de los metales de Ibahim, un derecho que habían obtenido hacía cien años por ayudar al Imperio en un momento de necesidad, prestando grandes cantidades de dinero a un muy bajo interés para el pago del salario de un grupo de mercenarios que estuvo a punto de rebelarse.

Los habitantes de aquella ciudad y sus comarcas eran leales al Emperador desde su conquista, y permanecieron fieles a Sharpast durante la Gran Rebelión. No eran gentes belicosas; la ciudad ni siquiera tenía murallas con las que poder defenderse de un ejército invasor, debido a ello no hubo ningún intento de resistencia cuando el ejército de Lindium llegó. Los potentados de la ciudad, a cambio de no sufrir saqueos por parte de los soldados, negociaron el tránsito pacífico del ejército de Lindium por aquellas tierras; acuerdo, por el cual sus habitantes se comprometían a ayudar en el abastecimiento de aquel ejército mientras estuvieran allí acantonados.

Los generales decidieron dar un día de descanso para que sus acaloradas tropas descansaran, recuperasen fuerzas y, de paso, abastecerse por mar, aprovechando que una pequeña parte de la flota se encontraba en las cercanías del puerto, desembarcando las provisiones que llevaban consigo para después regresar al oeste. No convenía permanecer mucho tiempo en alta mar por las tormentas veraniegas, pero sobre todo para no toparse con la flota imperial, puesto que aquellas eran sus aguas y no sabían todavía dónde se hallaba amarrada. El Mar de Rodlin parecía despejado por el momento; solo había barcos de mercaderes surcando sus aguas. La flota imperial debía de estar fondeada mucho más al sur o al este.

El almirante que comandaba la flotilla de aprovisionamiento les dijo que no les podrían seguir abasteciendo desde el Mar de Rodlin, ya que se habían adentrado demasiado y temía que la flota imperial les atacara por sorpresa. Esas aguas no eran seguras. Tras vaciar gran parte de las bodegas de los barcos, partieron de nuevo hacia el oeste para reunirse de nuevo con el grueso de la flota.

El campamento se encontraba algo lejos de la ciudad para no tentar a los hombres a entrar en tabernas y burdeles, lo que podría fomentar el desorden y la indisciplina y, sobre todo, para evitar cualquier altercado que pudiera causar problemas en la travesía del ejército. Se habían dado órdenes expresas de dejar en paz a la población civil y, para su buen cumplimiento, se había decretado que nadie que no estuviera autorizado entrara en los suburbios de la ciudad.

La mayor parte de la población de la zona se mostraba precavida ante los invasores, aunque había división de opiniones; los que gobernaban, es decir, las gentes más adineradas: grandes terratenientes y los comerciantes, se mostraban leales en su mayoría al Imperio, y por tanto, temían que los soldados les robaran las cosechas, sus bienes o se divirtieran con sus mujeres. Para evitar problemas colaboraban con el ejército invasor, y así no sufrir males mayores, pero lo hacían con resignación. Otros ciudadanos menos adinerados: proletarios, trabajadores urbanos y artesanos, estaban divididos, pocos de ellos se beneficiaban del comercio que tanto había enriquecido a las clases más pudientes; unos eran más partidarios de la independencia y se alegraban de que al fin se libraran del yugo de Sharpast, y rezaban por su éxito, mientras que el resto no veían con buenos ojos a aquel ejército, a los que consideraban invasores y, en consecuencia, su estancia en la zona podía ser costosa y problemática, puesto que de alguna forma había que alimentar a tantos miles de hombres. De haber escasez de alimentos ellos serían los primeros en ser saqueados. Sin embargo, al margen de las expectativas, no hubo ningún altercado de importancia, ni peleas, robos o violaciones, que era lo que más temían los generales.

Todos los miembros del ejército habían recibido órdenes estrictas de no importunar a la población civil para no alentar a otras poblaciones vecinas a resistirse, evitando perder un tiempo precioso asegurando la retaguardia. Su intención era que la población los viera como libertadores, no como conquistadores. Los castigos por incumplir las órdenes conllevaban desde el apaleamiento las condenas más suaves, a la ejecución las más fuertes. Todos debían de saber que la insubordinación y desobediencia serían castigadas, y que estaban dispuestos a dar castigos ejemplares. Pero no fue necesario llegar a esos extremos. Solo se produjeron algunos altercados menores: un par de exploradores discutieron con un puñado de campesinos por no dejarlos atravesar sus tierras, pero el incidente no fue a mayores; un oficial de Landor intentó cortejar a la hija de un comerciante, lo que provocó algunas quejas del gremio de mercaderes, pero como el oficial solo había intentado convencer a la muchacha para que se acostara con él y, al no haberla forzado ni violado, no recibió castigo alguno; una patrulla fue apedreada mientras atravesaba un mercado, con el resultado de un par de brechas y contusiones, y varios ciudadanos apresados por el incidente; por último, un arquero de Vanion fue descubierto robando un par de pollos en una granja a las afueras de la ciudad, por lo que fue condenado a una docena de azotes que se cumplieron íntegramente. Por lo demás, el ambiente que se respiraba era tranquilo, las gentes de la región les evitaban en la medida de lo posible, aunque en general, ni molestaban ni eran molestados. La mayor parte de los soldados se sentían relajados y disfrutaban de un día entero de descanso, pues al día siguiente continuarían con la larga marcha, pero esta vez lo harían en las tierras de origen de Sharpast. Debían extremar la precaución.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora