La Torre de Zigrug III

2.1K 166 16
                                    


Un día tras atravesar una colina encontraron una pequeña aldea junto a un bosquecillo al que se acercaron para poder observarla bien, pero se mantuvieron lo suficientemente lejos como para no ser vistos por cualquier aldeano que decidiera mirar hacia la colina. Observaron detenidamente la aldea sin ver soldados. No parecía haber ninguna guarnición. La aldea era demasiado insignificante.

—No nos queda mucha comida —dijo Neilholm—. Tenemos que conseguir provisiones para lo que nos queda de viaje. Podríamos bajar y hacernos pasar por comerciantes o viajeros. Nos venderán algo de comida y seguiremos sin más.

—No tenemos dinero imperial —dijo Irdor—. Podrían sospechar.

—El dinero es dinero —dijo Halon—, por eso no te preocupes, lo aceptarán sin dudar.

—No tenemos aspecto de comerciantes, ni tampoco de viajeros —dijo Umdor—. Parecemos desertores o mercenarios. No seremos bien recibidos y podrían delatarnos.

—Ocultemos todas nuestras armas —dijo Halon—, así no se sentirán amenazados.

—Con nuestro acento cualquiera notaría a la legua que somos extranjeros —dijo Arnust—. Eso no es bueno en estas tierras.

—¿Y si uno de nosotros va a comprar todas las provisiones mientras los demás esperamos aquí? —sugirió Halon—. Un único hombre no levanta sospechas.

—Llamaría demasiado la atención que un solo hombre comprara tantas provisiones —dijo Neilholm.

Arnust se quedó meditando.

‹‹No nos queda más remedio que intentarlo —pensó Arnust—. No podremos lograrlo sin comida.››

—Esconded vuestras armas tras las capas —ordenó Arnust—. Entraremos todos y nos haremos pasar por viajeros comunes. Hablaré yo, si alguno de vosotros abre la boca pensarán que somos desertores o algo peor, así que silencio absoluto.

Bajaron lentamente la colina hacia la aldea para que los campesinos que la habitaban les vieran a tiempo y no se alarmaran. Debía de ser la hora de la comida, puesto que de algunas chimeneas salía humo. La aldea apenas pasaba de la veintena de edificios; la mayoría eran casas cuadrangulares y rectangulares con cimientos de piedra pulimentada, paredes de adobe y madera; los tejados eran adosados a dos aguas hechos con paja, ramas y barro. Eran viviendas simples y en su mayoría pequeñas y aparentemente muy pobres. No había nadie fuera de las casas y no se oía el más mínimo ruido, como si los aldeanos se hubieran ocultado en sus casas nada más verlos. Entraron despacio, intentando aparentar normalidad. El suelo que pisaban estaba embarrado, cubierto de paja y excrementos de animales. Junto a una casa había varios carros con sacos llenos de cebada o trigo junto a un granero. Parecía como si acabaran de recoger parte de la cosecha. El grupo se detuvo en medio de aquella aldea esperando que pasara algo.

—¿Es que aquí no hay nadie? —preguntó Neilholm.

Casi de inmediato, de una de las casas del fondo salieron dos hombres; uno alto, barbudo y armado con un hacha, y otro más joven y bajito, que parecía ser el hijo del primero, e iba armado con un martillo.

—¿Quiénes sois y qué deseáis? —preguntó secamente el hombre alto y barbudo.

—Somos viajeros. Queremos comprar provisiones —dijo Arnust.

—No tenemos provisiones que daros, así que marchaos.

—Tenemos dinero. Pagaremos bien por vuestra ayuda —dijo Arnust, mientras sacaba un saco lleno de monedas.

—No necesitamos vuestro dinero —dijo el hombre barbudo—. ¡Marchaos u os echamos nosotros!

Esta vez salieron de cada casa: uno, dos, tres, hasta cuatro hombres armados con cuchillos, hoces, hachas, martillos, picos y palas; más de treinta aldeanos armados. Eran muchos más que ellos y no parecían ser muy amistosos.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora