La Batalla del Llano de Goldur XX

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En el campamento del ejército imperial, Mulkrod, sus hermanos y los generales se reunieron en la tienda del Emperador para discutir sus posibilidades. La situación ya se había normalizado desde la debacle, pero el día anterior había sido caótico y confuso. Tras la batalla, Mulkrod se refugió en su tienda sin dar una sola orden que intentara terminar con aquel caos, pasando toda la noche allí encerrado sin hablar con nadie. Nadie le importunó. Marmond y Menkrod, ante la pasividad de su hermano, tomaron el control de la situación y negociaron con los generales enemigos una tregua. No sabían si el Emperador lo aprobaría, pero era necesario para poner orden en el ejército imperial y para poder recoger a los miles de cadáveres esparcidos sobre el terreno. Construyeron cientos de grandes piras junto al campamento que ardieron durante la noche a la vista de todos.

Por la mañana, el Emperador siguió sin salir de su tienda y nadie se atrevió a entrar, pero entonces llegó el general Darwast con los cincuenta mil hombres que traía consigo del norte. Era una gran noticia. Ahora que los refuerzos habían venido debían informar a Mulkrod de la llegada del nuevo contingente. El letargo del Emperador no podía continuar, debían reaccionar, debían hacer algo para paliar la humillación sufrida el día anterior. Sus hermanos entraron en la tienda. En un principio ésta parecía vacía: dentro había poca luz y no oían nada, pero pronto vieron al Emperador sentado junto a la alfombra de piel de oso que había bajo su cama. Todavía llevaba su armadura negra puesta, tenía ojeras pronunciadas y los ojos rojos. Parecía no haber dormido en toda la noche. Mulkrod les miró.

—¿Cómo ha podido suceder? —les preguntó.

—Seguimos vivos, hermano —le dijo Menkrod—, y hemos salvado a gran parte del ejército. No es una catástrofe.

—¡He perdido mi imbatibilidad! —dijo Mulkrod, irritado—. ¡He sido humillado, me han escupido y me habéis fallado todos!

—La colina era una trampa —dijo Menkrod—. Ellos jugaron bien sus bazas. No volverá a ocurrir.

—El mayor ejército que se reúne en cien años —se dijo Mulkrod a sí mismo.

—No es el fin, es solo un pequeño revés —insistió Menkrod—. Nos vengaremos. Se lo haremos pagar.

Mulkrod se levantó, pero dio la espalda a sus hermanos.

—Ya lo creo que lo pagarán. Esto no va a quedar así, ni mucho menos.

—Hermano —le dijo Marmond a Mulkrod—. Darwast ha llegado.

Mulkrod reaccionó y abrió bien los ojos, como si se despertara del letargo en el que se había sumido desde la noche anterior, ensimismado en sus pensamientos. Se giró y miró a sus hermanos.

—¡Llamadlos a todos! —dijo, exaltado—. Quiero que todos escuchen lo que tengo que decir.

Marmond y Menkrod obedecieron y fueron a buscar a todo el consejo militar del Emperador y mandaron un enlace a Darwast, que estaba montando un segundo campamento junto al principal, para decirle que Mulkrod le convocaba en su tienda.

Una hora después, todos los oficiales se habían reunido en la tienda del Emperador. Muchos de ellos habían huido a caballo del campo de batalla en cuanto vieron a Mulkrod retirarse, refugiándose tras las empalizadas del campamento. Milust había sido el que había llegado primero en su huida. Era algo a tener en cuenta, pero todos habían tratado de ponerse a salvo, incluido el Emperador. La humillación era igual para todos. Uno de los pocos oficiales que no huyó vergonzosamente de la batalla fue Rühr, que se quedó con la infantería para organizar la retirada, viendo a los jinetes de Lindium muy cerca de él mientras sus hombres se replegaban, pero tuvo suerte y, gracias al apoyo de la caballería, pudo llegar a las defensas del campamento con el grueso de sus hombres. Aparte de los generales que habían luchado en la batalla, estaban los otros oficiales de las tropas de refuerzo que habían llegado a marchas forzadas desde Sinarold, atravesando el Imperio de norte a sur en poco más de un mes. Su general al mando era Darwast, que nada más llegar vio el clima de crispación que se veía en los rostros de los presentes. La derrota les había afectado sobremanera. Parecían todavía más sorprendidos que él cuando escuchó la noticia, como si no pudieran creerse aún que los hubieran derrotado. Darwast sabía que Mulkrod estaría furioso; una derrota de esa magnitud era inimaginable para el Emperador, que ya desde niño se creía imbatible. Hacía poco más de un mes que Darwast había recibido la noticia de regresar con el ejército del norte hacia Sharpast, partiendo casi de inmediato con el grueso de sus tropas, dejando un pequeño cuerpo de ejército para evitar sublevaciones en Sinarold. Por el camino recibió la noticia de que cambiara de rumbo y se dirigiera hacia Tancor, y así hizo. Pero, ahora que por fin había llegado, la batalla se había librado y habían perdido, aunque al menos la derrota no había sido total.

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora