El Concilio de los Magos IV

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Se hizo el silencio. Blanerd dejó de hablar y se sentó en su asiento. El silencio fue interrumpido por la brusca entrada en la sala de otro mago. El recién llegado se detuvo nada más entrar y miró a su alrededor intrigado.

—Lamento mi tardanza, hermanos —dijo el mago tras una breve inspección—, pero después de superar desiertos, montañas, ríos, mares e innumerables peligros, bastante es que haya conseguido llegar el mismo día del concilio.

El mago recién llegado se rió como si lo que acabara de decir fuera gracioso, cerró la puerta y se dirigió a su asiento en la mesa conciliar.

—No te esperábamos, Glarend, después de tantos años ausente, pero tu llegada es oportuna —dijo Blanerd, sin mostrar sorpresa—. Toma asiento, hermano.

Glarend era un mago de rudo y hosco aspecto, mediana estatura y barba canosa; su rostro denotaba cansancio; llevaba una capa de color gris desgastada por los bordes y manchada de polvo y barro. Una vez sentado en uno de los pocos asientos que estaban vacíos, Blanerd volvió a dirigirse al recién llegado:

—¿Qué nuevas hay en el este? Tras tres largos años en Sharpast tendrás muchas cosas que contarnos.

Glarend se puso serio y comenzó a hablar:

—Al principio no me fue fácil infiltrarme en la Orden de Zurst, pero tras varios meses vagabundeando por Sharta me gané la confianza de algunos hechiceros. Su orden está mucho mejor organizada que la nuestra; son mucho más numerosos y disponen de algunos hechizos terribles con los que muchos de nosotros no podemos ni siquiera soñar, pero eso no es lo peor. El ejército de Sharpast es de proporciones gigantescas y... bueno... supongo que esto ya lo sabréis, pero os lo diré de todas formas. Mulkrod se está preparando para la guerra. Su ejército ya marcha hacia Sinarold. La guerra es inevitable.

—De eso mismo estábamos hablando ahora, hermano —le dijo Blanerd.

—¡Ah... bien! Bueno, hay... hay otra cosa que deberíais saber; algo que puede que no creáis, pero... es muy posible que el nuevo emperador tenga en su poder una de las Cinco Espadas. Al parecer no son una mera leyenda. Existen.

—También hablábamos de eso hasta que llegaste —le dijo Blanerd—, aunque no sabíamos que Mulkrod poseyera una. Hemos decidido encontrar unas de las Cinco Espadas. Ya te lo contaré todo más detalladamente cuando terminemos.

‹‹Y también te contará él a ti, con más detalle, todo lo que ha averiguado en su larga estancia en tierras imperiales, pero nosotros no nos enteraremos.››

Glarend asintió, pero no dijo nada más.

—Malas noticias las que nos trae nuestro hermano, aunque al conocerlas ya en parte estábamos preparados para escucharlas —dijo Blanerd—. Ahora tenemos que prepararnos para una de las pruebas más difíciles de nuestras vidas. Nuestra orden nunca ha vivido una crisis semejante desde hace siglos. —Blanerd observó los rostros de sus hermanos. Veía el miedo en los ojos de muchos ellos. El espíritu de lucha era casi inexistente—. Doy por finalizado el concilio. Podéis retiraros.

Dichas esas últimas palabras, todos los asistentes empezaron a levantarse de sus asientos mientras charlaban unos con otros sobre lo que se había hablado en el concilio. Muchos estaban sorprendidos y confusos por la decisión de Blanerd; no era lo que esperaban, pero abandonaron la sala ordenadamente. Arnust se quedó unos momentos esperando en su asiento a que los demás salieran. Tenía que hablar con Blanerd. Pronto quedaron los dos solos en la sala.

—Creo que has tomado la decisión correcta —le dijo Arnust—. Lamento que la mayoría de nuestros colegas no opinen lo mismo.

—¡Corruptos! —vociferó Blanerd, desahogándose—. ¡Son todos unos ineptos y unos corruptos! ¡Si no fuera porque todavía no han tenido oportunidad, diría que el Emperador ha comprado a muchos de ellos! ¡Todos estos años al servicio de la magia les han acomodado demasiado! ¡Ahora solo temen perder sus poderes! ¡Tienen miedo!

Blanerd se calló y se tranquilizó un poco antes de continuar hablando. Había expulsado ya toda la furia reprimida durante la sesión del concilio.

—Las viejas tradiciones han desaparecido —continuó—. Nuestra orden está en decadencia, bien lo sabes. Pero tú siempre has demostrado ser fiel, y siempre estás dispuesto a cumplir con tu deber. Eres un gran mago, Arnust, uno de los pocos que le quedan a la Orden. Sé que aceptarás emprender el viaje a las Islas Solitarias con el bastardo de Sharpast, ¿cómo... cómo se llamaba? Ma... Mar...

—Maorn —le corrigió Arnust.

—Eso es, Maorn. Él conseguirá la espada y la traerá hasta nosotros, y tú le ayudarás.

—Lo haré.

—Bien. Llévate contigo a tu aprendiz, tal vez lo necesites.

Arnust asintió. Sabía que Halon no aceptaría el hecho de no ir con él en busca de esa espada; además, su joven aprendiz tenía potencial, lo demostraba día a día y nunca sabía cuándo podría necesitarle.

‹‹Un aprendiz no ha de separarse de su maestro hasta que esté preparado.››

—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó Arnust—. ¿Por qué no me dijiste antes lo de las Cinco Espadas? Fui a buscar al bastardo del hermano de Methren sin saber para qué lo necesitábamos.

—Te dirigías hacia el noreste, hacia Sinarold. La guerra podía estallar en cualquier momento y podías caer en manos del Imperio o de la Orden de Zurst. No podía permitir que te sacaran la información si caías en sus manos. ¿Lo entiendes? —Blanerd no esperó a que Arnust le contestara y continuó—. Es demasiado importante. Por suerte, regresaste sin problemas. Ahora el bastardo está a salvo en Lindium. Su sangre es la clave.

Arnust asintió. Comprendía cuál era su papel en el asunto.

—La sangre de Sharpast —dijo—. Todo se limita a eso. Nadie que no lleve la sangre del primer emperador puede tocar las Espadas.

—Exacto. Tenlo muy en cuenta.

Arnust se olvidó de las Espadas y de su misión por momentos y recordó el instante en el que Glarend entró en la sala conciliar cuando la reunión terminaba. Tenía dudas sobre él.

—¿Y qué pasa con Glarend? Después de todos estos años fuera regresa justo ahora, cuando le dábamos ya por muerto. No sé si fiarme de él.

—Recuerda que es mi hermano de sangre —dijo Blanerd—. Jamás me traicionaría.

‹‹Medio hermano —quiso corregirle Arnust, pero no dijo nada.››

—Ha vuelto justo cuando más le necesitamos —continuó Blanerd—. Aún tiene muchas cosas que contarnos. Hablaré con él, pero el Consejo no tiene por qué conocer al detalle lo que ha visto y hecho. Bueno, marcharte ya; tienes que estar en la reunión de Blangord a tiempo con el chico. Nos veremos allí. ¡Ah, se me olvidaba! Toma este libro. En él hay escrito todo lo que tienes que saber del lugar donde se encuentra la espada. Eso es todo por el momento, ya hablaremos en Blangord.

Tras esas palabras, con el libro ya en sus manos, Arnust salió con presteza de la sala; tenía mucho que hacer y muy poco tiempo para llevarlo a cabo. De camino se encontró con Halon que, tras despedirse de su amigo Menief y, al ver que Arnust no salía con los demás magos, había ido a buscarle.

—¿Están listos los caballos y las provisiones? —le preguntó Arnust.

—Sí, están en los establos, pero ¿qué ha pasado dentro? —le preguntó su aprendiz con curiosidad.

—Te lo contaré por el camino, ahora no hay tiempo. Tenemos que llevar a Maorn a Blangord antes de que se reúnan los reyes de Lindium.

Ambos bajaron las escaleras que llevaban al rellano y se dirigieron a los establos. Cuando se subieron a los caballos, sin más demora, salieron galopando hacia el norte, a la ciudad de Langard, en la costa norte del Reino de Hanrod. Pronto asistirían a la importante reunión de los líderes de Lindium en Blangord, pero antes tenían que buscar al joven llamado Maorn. Muchas cosas se iban a decidir en esa reunión y aquel muchacho debía estar presente.

‹‹El destino de Lindium puede depender de que Maorn asista a esa reunión.››

Sangre y Oscuridad I. Las Cinco EspadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora