41. Kilow.

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Cuando Camille había bajado del tren, su padre había estado esperando, luego él los apareció hasta Francia, no en una sola aparición, por supuesto. Benjamín era excelente con la magia, pero tampoco podía aparecerse más de cien kilómetros de golpe. Al parecer, hasta los buenos magos tenían límites.

Para cuando llegaron a casa, Camille se sentía levemente mareada. El piso blanco estaba perfectamente limpio, y todo se veía como siempre. Los mismos muebles, de colores oscuros alrededor de la sala de estar, la chimenea de piedra contra una pared. Benjamín se encaminó hacia uno de los sillones y se sentó ahí, cerrando los ojos por unos momentos. Camille supuso que las apariciones lo habían dejado mareado.

Camille bajó la mirada a su baúl por unos segundos, pensativa. Podía subir ella misma el baúl al segundo piso y llevarlo hasta su habitación, o esperar a que algún elfo doméstico lo hiciera por ella. Miró la sala de estar, aún pensando al respecto. Su mirada pasó sin prestar mucha atención por los retratos, pinturas de paisajes y artículos de periódicos enmarcados, que detallaban levemente lo que a su madre le gustaba llamar su «período de gloria».

Rebekah había sido una herbóloga conocida en Norteamérica, hasta que se había mudado a Francia. A Camille a veces le costaba creerse que la mujer que salía en varios de esos recortes de periódicos era su madre, aunque hubiera crecido sabiendo que, de hecho, lo era. Dudaba dejar de sorprenderse de vez en cuando, cuando se detenía a leer los recortes de periódico porque no tenía nada que hacer.

Benjamín, a diferencia de Rebekah, no tenía ningún tipo de fama por haber descubierto o inventado algo. No había descubierto ninguna planta, ni había inventado ninguna poción. Era un simple abogado mágico, y le iba bastante bien. Siempre le llegaban nuevos casos de magos criminales, Camille recordaba una vez que su padre había sido contratado para defender a una bruja que había robado una escoba y que defendía su inocencia, aún cuando en la escoba estaba tallado el nombre del auténtico dueño. Benjamín se había reído muchísimo cuando se lo contó a Rebekah y a Camille.

Camille dejó de pensar tanto sobre si quería o no subir el baúl ella o esperar a que algún elfo lo hiciera por ella, y decidió subir el baúl con magia.

—Según Hogwarts, no deberías hacer magia fuera del colegio —señaló Benjamín, aún con los ojos cerrados.

Camille lo miró, sin dejar de levitar el baúl.

—Solo estoy probando lo aprendido —Benjamín sonrió levemente por la respuesta—. Además, todos sabemos que esa regla es absurda... Y estoy en Francia, ¿acaso las reglas de Inglaterra rigen aquí?

—Buen punto.

Camille sonrió ampliamente ante la respuesta de su padre y siguió levitando el baúl, dirigiéndose hacia las escaleras para subir a su habitación.

♦♦♦

La primera semana del verano se había resumido en enviarle cartas a Lily y en esperar una respuesta.

Rebekah no pudo evitar notar que Camille siempre que podía miraba por la ventana, esperando que la lechuza de la familia volviera con una respuesta de Lily. No iba a negar que sentía incluso ternura por la mirada llena de entusiasmo de Camille cuando llegaba una carta, pero sabía que ella necesitaba alguna distracción. En opinión de Rebekah, Camille no debía pasarse todo el verano esperando cartas... o, al menos, la mitad del verano, ya que, al parecer, había invitado a la chica de las cartas a pasar el resto del verano en casa.

—Uno de los vecinos —comenzó Rebekah, viendo a Camille sentada en la sala de estar, leyendo un libro de maleficios—, quiere deshacerse de su coche.

—¿Bien por él? —dudó Camille, alzando la mirada—. Supongo que te refieres a uno de los que vive en el pueblo de abajo.

—Claramente —Rebekah sonrió—. No es como si hubieran más mansiones sobre el acantilado, ¿no?

Estrellas || Lily EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora