TRANSFORMANDO NUESTRO CORAZÓN EN TIERRA FÉRTIL: EL PODER DE LA SEMILLA DIVINA

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Cayó en tierra buena y dio fruto la parábola de la semilla del Sembrador que va echando la semilla. Siempre la escucharemos a lo largo del año en numerosas ocasiones porque, de algún modo, el Espíritu Santo quiere insistir y quiere que seamos conscientes de que tenemos que ser tierra buena. La semilla todos los días es sembrada. La semilla la estás leyendo ahora cuando lees la palabra de vida. La semilla es sembrada cuando escuchas el evangelio de la eucaristía. Por supuesto, la gran semilla que es Cristo la recibes en la comunión, pero también está en tu familia, en las cosas que te dicen con cariño. Ahora, si tú eres una tierra dura, una tierra que se ha convertido en un empedrado, es muy difícil. Por eso, primero, ¿qué es lo que me convierte en ser tierra buena? Pues claro, todos tenemos la ilusión: Dios mío, ojalá que yo fuera esa tierra buena para que tu palabra germine en mí y que dé un fruto, y un fruto además que lo disfruten todos para que la tierra esté bien. Yo creo que hace falta fundamentalmente tres cosas, lo hemos comentado una vez, pero no me importa repetirlo.

Primero, la tierra tiene que estar arada. Tiene que pasar el surco del arado y levantar los terrones. Esa tierra que estaba apelmazada, apretada, debe romperse. Fíjate que, curiosamente, el comienzo de la tierra buena es la cruz: las dificultades, lo que nos rompe, lo que nos saca de nuestras casillas, lo que nos desconcierta. Ahí la tierra se está revolviendo y se está preparando; es una situación de preparación.

En segundo lugar, creo que todos también entendemos que la tierra tiene que estar abonada. El abono siempre da vigor porque da proteínas, porque da una serie de elementos químicos para que la semilla, cuando crezca, tenga una fuerza muy grande. El abono, bueno, pues sabemos que antiguamente era el estiércol, la basura se llamaba. Y también nosotros, ¿por qué no decirlo? En nuestro corazón, además de esas fracturas del arado de la cruz, tenemos también debilidades que, si son entregadas, aceptadas y ofrecidas a Dios, también hacen como de ese abono de la humildad.

En tercer lugar, la tierra, para que la semilla que sea sembrada en ella pueda germinar con vigor, necesita la lluvia, la lluvia que cae del cielo, la lluvia que es el Espíritu Santo, que es invocar a aquel que es capaz de transformar lo que es un pedazo inerte vegetal en una planta muy frondosa. Porque el Espíritu Santo es capaz de transformar todo nuestro ser en algo lleno de vida, señor y dador de vida. De tal manera que, por mucho que leyéramos el evangelio, por mucho que tuviéramos debilidades y cruz, si no invocamos al Espíritu Santo, si no acogemos al Espíritu Santo, si no dejamos que él esté en nuestra vida, es inútil.

Le preguntaron una vez a un santo qué sentido tenía la vida y el santo contestó: llenarse del Espíritu Santo, recibir cada día el Espíritu Santo para dejarle actuar en nuestro corazón. Por eso, sí, Señor, claro que te pedimos que seamos tierra buena. Si hemos tenido mucha cruz, si hemos tenido debilidades, pero si hemos invocado al Espíritu Santo, la semilla seguro que ha germinado, aunque yo no me entere, y ha dado mucho fruto en nuestros corazones.

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