EL PODER DE LA CORRECCIÓN FRATERNA: UNA LLAMADA AL AMOR Y LA VALENTÍA

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Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Qué difícil es corregir, qué difícil es decirle a un hermano: "Te estás equivocando, lo estás haciendo mal". Los padres tienen la grave obligación de corregir a sus hijos, de educarlos hasta cierta edad. Es verdad que hay una época en la que a los hijos se les educa, se les enseña, y ya después se les acompaña. A veces, hay padres que tratan a sus hijos como si tuvieran 10, 8, o 12 años, cuando a lo mejor tienen 40 y ya tienen su propia familia y su propia historia.

En definitiva, cuando la corrección se hace por amor, cuando es una manifestación de decir: "No quiero ver cómo te haces daño, no quiero ver cómo te destruyes", hay que ser valiente. Además, siempre que meditamos en la corrección fraterna, esta tiene una doble vertiente: saber corregir, encontrar el momento oportuno, no humillar, y hacer que la persona no se sienta acusada ni cuestionada. Todo eso, claro, debe estar envuelto en cariño y caridad. A la vez, debemos tener empatía para corregir, y también para dejarnos corregir.

¿Por qué? Porque a todos nos molesta que nos digan lo que no hemos hecho bien. A todos nos duele. A mí me corrigen y, aunque por fuera sonrío por educación, por dentro me resiento porque me avergüenza que las cosas que no he hecho bien sean notorias y evidentes. Pero creo que el Señor nos lo dice en muchas ocasiones en el Evangelio: "Cuida de tu hermano". Haz esa obra de misericordia que es corregir al que yerra.

¿Por qué? No para que no haya lío, no para que no haya problemas, no para que haya paz en casa. No, es que ya sabemos qué carácter tiene. Hermano, efectivamente, no puedes corregir todos los días la misma cosa y constantemente. Pero bueno, hay personas que no se dan cuenta de que lo están haciendo mal. Hay personas que, si no se lo dicen, a lo mejor están encantadas, creen que están haciendo todo muy bien. Y precisamente las personas que tienen cierta autoridad, sean sacerdotes en la parroquia, padres con sus hijos, o maestros con sus alumnos, deben decirlo porque pueden equivocarse. Es más, nos equivocamos, y como es lógico, no lo hacemos adrede, sino sin darnos cuenta.

Por eso, ante este evangelio, siempre surgen dos preguntas:

Primero, ¿te dejas corregir y aceptas que te digan las cosas? Luego, a lo mejor tendrán razón, pero al menos debes tener la elegancia de saber callar, sonreír y decir gracias.

Segundo, ¿sabes decir las cosas cuando te molesta algo de tus padres, de tus hermanos, de tus compañeros de trabajo, de tus amigos? ¿Sabes decir las cosas bien, sin juzgar, sin condenar, sin que la persona se sienta despreciada? Puede que se hiera, pero por motivo de su soberbia, no por lo que tú digas.

Y entonces, efectivamente, estaremos cumpliendo un precepto evangélico: sacar del error a aquellos que están en tinieblas.

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