LA VALENTÍA DE LA FE: PERSEVERAR ANTE LA PERSECUCIÓN Y PROCLAMAR LA VERDAD

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"¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?" es la pregunta que se hacía el rey Herodes. Después de haber mandado decapitar a Juan, Jesús inmediatamente comenzó su vida pública. Herodes oía cosas de Jesús y pensaba: "Bueno, parece que es como el sucesor de El Bautista". Él creía que al matar a Juan Bautista había erradicado ya el mal, que nadie le iba a decir nada y que nadie cuestionaría su autoridad como monarca absoluto, capaz de hacer y deshacer a su antojo. Por eso se extrañaba, diciendo: "Qué raro, si yo mandé matar a Juan, esto tendría que haberse acabado ya. ¿Por qué continúa?"

Enseñaban los Padres de la Iglesia que la sangre de los mártires era semilla que daba nueva vida cristiana. Y es que, mirad, hay algo muy terco: la verdad. Hay algo muy irreversible: el amor de Dios. Por mucho que lo enfrentemos, que lo ridiculicemos, que ataquemos o persigamos a la Iglesia, la historia de la Iglesia es la historia de las persecuciones, de las incomprensiones, de los intentos por quitarnos de en medio. Esto no solo sucedió en los tiempos antiguos; hoy en día se sigue atacando a la Iglesia. En algunos países de África y Asia, mueren muchos cristianos cada día por el mero delito de ir a misa.

Hoy en día, eres ridiculizado, avergonzado, arrinconado. De hecho, no son pocos los espectáculos públicos que atacan al cristianismo. Este verano, por desgracia, vimos en los Juegos Olímpicos una escena muy sacrílega, en la que se ridiculiza al cristianismo, como diciendo que toda persona que lo practique es ridícula, absurda y fuera de lugar en esta sociedad.

Y, sin embargo, ¡qué hermoso es que, a pesar de la persecución, nunca desaparecemos! Es más, cuanto más nos persiguen, cuanto más dura es la represión, cuanto más nos quieren decapitar, como hizo Herodes con Juan el Bautista, con más claridad y fuerza brota la fe en los corazones. Nosotros, los cristianos, no somos ni anti-nada ni anti-nadie, pero debemos reconocer que a menudo nos tienen manía, que somos perseguidos. Y esto nos honra, porque persiguen a quien les lleva la contraria, a quien les reprocha lo que no están haciendo bien. Esto significa que vivimos en la verdad. No somos populares, ni debemos serlo. Estamos llamados a ser la sal de la tierra. ¿Y qué hace la sal? Preserva de la corrupción. Y, además, cuando la sal cae sobre una herida abierta o algo corrupto, escuece y enfada.

Pero fijaos qué hermoso es cómo Jesús sigue hablando después de la muerte de Juan. No es que tuviera miedo de que le pasara lo mismo, sino que eso lo hace más valiente. Dice: "Es más necesario que nunca que anuncie la verdad". Seamos también nosotros coherentes con nuestra fe. Por mucho que nos persigan o nos quieran callar, por mucho que nos ridiculicen, tenemos esa llamada a ser valientes, a no avergonzarnos de Cristo y a no avergonzarnos nunca de una gracia que hemos recibido y que queremos compartir.

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