1. El chico de la ciudad

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Capítulo 1: El chico de la ciudad

El único sonido que logro distinguir se encuentra encima de mí; las aspas del ventilador empotrado en el techo se limitan en girar una y otra vez. Entonces una mosca se detiene a comer sobre mi sándwich de jamón de pavo. Puedo ver como talla sus manos, saboreando el almidón ya rancio. Quisiera estirarme y aplastarla con mi sandalia, pero el calor me tiene inmóvil, y el suelo que guarda el poco fresco me impide levantarme y matar a la maldita mosca que se está comiendo mi maldito sándwich.

Aunque en realidad no pienso comerme el sándwich: he perdido el apetito.

Cierro los ojos, reposando mi cabeza en la pared de tapiz rasgado, dejando que mi culo se entuma en la moqueta raída; hay una mancha de café y un chicle rosa chillón pegado. Pero me limito a cerrar los ojos y pensar en lo bueno, en lo que me ha estado tranquilizando todo este tiempo.

No pierdas los estribos, Noah. Se valiente. Ella querría eso para ti.

Entonces el toque seco de unos nudillos contra mi puerta me hace abrir mis ojos y salir de concentración.

―¿Holden? –la sutil voz al otro lado de la puerta me apremia a enderezar mi columna ―¿Estás despierto?

Desde hace cinco horas, para ser exactos.

―Eh... sí. Si, Rossy, ¿Se te ofrece algo?

Puedo escuchar desde aquí el tacón de Rossy clavarse en la moqueta, una y otra vez.

―Pues que fui abajo y te traje una arepa, de las que te gustan.

Muerdo la comisura de mis labios.

―No te hubieras molestado ―digo, soltando un sonido que bien podría compararse a un señor de cincuenta, pues los cigarros de estos últimos días ya me han cambiado la voz más áspera.

―Puff, Don Gómez nos dio un descuento. Además, las chicas insistieron. ―se empeña Rossy.

―Estoy bien.

Un silencio se expande, lo suficiente grande para ponerme nervioso.

―¿Rossy?

―Deberías comer ―dice, y a continuación me reclama como madre irritada: ―Mira, o mueves tu culo y me abres la puerta, o yo forzo el picaporte. Tú decides.

Me levanto, porque sé que lo haría y no me entran ganas de pagar por un picaporte nuevo. De por si este cuarto no vale la pena del gasto que estoy haciendo.

―Tu ganas, Rossy ―Abro la puerta y me encuentro con una mujer de más de setenta metros de estatura, con el cabello rizado esponjado y un vestido amarillo que se amolda a sus curvas. Su sonrisa funciona como un cálido saludo.

Ella me entrega la arepa envuelta en papel de estraza. Hace dos semanas hubiera tomado entre mis manos el frito, pues proviene del restaurante de abajo, y Don Gomez parece ser un dios de la cocina. Rossy entra a sus anchas a mi pequeña habitación de cuatro paredes. Le da una rápida inspección cayendo sus ojos ante mi sándwich mosqueado. Me alza una de sus cejas ultra depiladas.

―No tenía hambre ―explico al instante.

―Ya ―Rossy se deja hundir en mi cama dura, llevando una pierna larga encima de la otra― Deberías salir un rato, el sol no se muestra todos los días. ¿O prefieres salir de noche? Las chicas y yo te podemos dar un pase al club...no es de tu estilo, pero te podemos invitar unas bebidas. Pero para que sepas, ya sé que todavía no cumples los dieciocho, así que tres copas máximo, ¿eh?

Resoplo, cruzándome de brazos, yendo hacia la silla de madera que está en la otra esquina de la habitación.

―Estoy bien.

La Manada de los WolffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora