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No me podía creer que estuviera aquí al fin. Los últimos meses los había pasado rodeada de apuntes, de libros, de proyectos por terminar, pero todo eso había quedado atrás y por fin me encontraba en Madrid. 

Este había sido mi último año de carrera, estaba deseando terminar para poder mudarme a la capital y ver recompensado todo el esfuerzo de los últimos años en forma de un trabajo relacionado con todo lo que amaba en este mundo que sin duda alguna era el arte, en todas sus formas posible. 

Había estudiado Bellas Artes en Valencia. Allí además, había empezado cuando apenas me faltaban dos cursos para terminar una relación con Alex, el entrenador de baloncesto del equipo femenino de la Universidad. A veces iba por allí para ver jugar a Marga, una de mis compañeras de piso, y sin duda al conocerle a él decidí que era un acontecimiento que podía convertir en una rutina maravillosa porque la relación con él era lo más sensato que me había ocurrido en la vida.

Alex era alto, fuerte, atlético pero sin parecer una mole. Su pelo era de un castaño casi rojizo en algunas partes y su sonrisa siempre estaba presente cuando hablaba conmigo. Me daba paz, me establecía un orden en mi caótico mundo plagado de sensaciones, de colores, de pensamientos inacabados. Alex hacía 6 meses que llevaba viviendo en Madrid, le habían fichado como segundo entrenador el Estudiantes en su sección femenina, lo cual era una magnífica oportunidad para estar en contacto con el baloncesto de una forma más profesional y de paso adquirir experiencia para llevar algún día el equipo el mismo, como primer técnico, quien sabe.

Los dos tenemos una relación bien definida y consolidada, cuando él se vino a Madrid ambos teníamos claro que nuestra separación solo duraría el tiempo que yo tardase en concluir mis estudios y entonces me mudaría aquí con él, donde al fin disfrutaríamos el uno del otro como la pareja que éramos y construiríamos nuestro futuro juntos.

Llevaba un rato dando vueltas por la galería central de Atocha, ya había dejado los andenes y las escaleras atrás y cada vez me sentía más desorientada sin rastro de Alex por allí y con decenas de personas andando a izquierda y derecha cargadas con sus prisas y sus equipajes a cuestas. Entonces le vi a lo lejos moviendo su brazo en señal de saludo, con su eterna sonrisa y tratando de abrirse paso hasta donde yo estaba mirándole con cara de alivio.

- ¡Alex! Pensé que te habías olvidado – Le dije mientras me cogía por la cintura y me daba vueltas

- ¡Dios Alba! ¡Estás aquí! - se reía divertido - ¿Cómo me voy a olvidar? Llevo esperándote 6 meses

- Ya... Me estaba agobiando con tanta gente y no conseguía verte por ninguna parte

- Lo siento – me dijo tomando mi equipaje y dirigiéndome hacia la salida- Se ha retrasado la cosa en el entreno y estamos en hora punta, me ha costado la vida llegar en coche y encontrar un hueco medio decente para aparcarlo

Efectivamente su coche estaba allí ocupando parte de un paso de peatones y subimos a él disculpándonos con la mirada por las caras largas de la gente que trataba de pasar y saliendo de allí antes de que nos pillase algún guardia urbano y nos fastidiase el día con una indeseable multa. 

Estar allí sentada junto a él, tocándole los pequeños rizos que se le formaban en el pelo cuando sudaba un poco, con la ventanilla abierta y el aire de Madrid despeinando mi flequillo, con la música de fondo y su mano en mi muslo mientras conducía, me hacía albergar una mezcla entre incertidumbre y alegría a partes iguales que me embriagaba los sentidos.

- Ya estás en casa, mi amor – me dijo mirándome de soslayo, me parecía increíble.

CAUSA Y EFECTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora