La avanzadilla

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«Me han atacado unos dementores y es posible que me expulsen de Hogwarts. Quiero saber qué está pasando y cuándo voy a poder salir de aquí.» Harriet copió esas palabras en tres hojas de pergamino diferentes en cuanto llegó al escritorio de su habitación. Dirigió la primera a Serena, la segunda a Rose y la tercera a Helmer. Herman, su lechuza, había salido a cazar; su jaula estaba vacía sobre el escritorio.

Harriet se puso a dar vueltas por su dormitorio, esperando que regresara; notaba la cabeza a punto de estallar y tenía tantas cosas en que pensar que no creía que pudiera dormir, aunque le escocían los ojos de cansancio. También le dolía el chichón que tenía en la cabeza (el que se había hecho al chocar contra la ventana), le producía un punzante dolor.

No paraba de dar vueltas por el cuarto, consumida de ira y frustración, rechinando los dientes y con los puños apretados; y cada vez que pasaba por delante de la ventana, lanzaba enfurecidas miradas al cielo salpicado de estrellas.

Alguien había enviado a los dementores para que la capturaran, el señor Figg y Meadow Fletcher la seguían en secreto, había sido expulsada de Hogwarts, estaba pendiente una vista en el Ministerio de Magia... Y pese a todo, nadie le decía qué estaba ocurriendo. ¿Y qué demonios significaba aquel vociferador? ¿De quién era aquella voz tan horrible y amenazadora que había resonado en la cocina? ¿Por qué continuaba atrapada allí sin información? ¿Por qué todos la trataban como si fuera una niña traviesa? «No hagas más magia, quédate en casa...»

Al pasar por delante del baúl del colegio le pegó una patada, pero en lugar de aliviar con ello la rabia que sentía, se encontró aún peor porque ahora tenía que sumar el fuerte dolor del dedo gordo del pie al del resto del cuerpo. Justo cuando pasaba cojeando por delante de la ventana, Herman entró volando con un débil batir de alas, como un pequeño fantasma.

—¡Ya era hora! —gruñó Harriet cuando el pájaro se posó con suavidad encima de su jaula—. ¡Ya puedes soltar eso, tengo trabajo para ti!

Los grandes, redondos y ambarinos ojos de Herman la miraron llenos de reproche por encima de la rana muerta que sujetaba con el pico.

—Ven aquí —le ordenó Harriet. Cogió los tres pequeños rollos de pergamino y se los ató a la escamosa pata con una correa de cuero—. Lleva esto a Serena, a Rose y a Helmer y no vuelvas aquí sin unas buenas respuestas. Si es necesario, picotéalos hasta que hayan escrito unos mensajes decentemente largos. ¿Entendido?

Herman emitió un amortiguado ululato sin soltar la rana.

—En marcha, pues. —dijo Harriet.

Herman echó a volar de inmediato. En cuanto la lechuza hubo salido por la ventana, Harriet se tumbó en la cama sin desvestirse y se quedó mirando el oscuro techo. Por si fuera poco, con los deprimentes sentimientos que experimentaba, encima se sentía culpable por haber sido antipática con Herman; la lechuza era la única amiga que tenía en el número 4 de Privet Drive. Pero ya haría las paces con ella, cuando llegara con las respuestas de Serena, Rose y Helmer. Seguro que le contestaban enseguida; no podrían hacer caso omiso de un ataque de dementores. Probablemente al día siguiente, al despertar, encontraría tres gruesas cartas llenas de muestras de solidaridad y de planes para su inmediato traslado a La Madriguera. Y con esa reconfortante idea, el sueño se apoderó de ella sofocando cualquier otro pensamiento.

Pero Herman no regresó a la mañana siguiente. Harriet pasó el día entero en su habitación y sólo salió para ir al cuarto de baño. En tres ocasiones, tía Bernardina le introdujo comida en el dormitorio a través de la gatera que tío Peter había instalado tres veranos atrás. Por lo demás, los Evans ni se acercaron a su habitación. Harriet comprendió que no valía la pena forzarlos a soportar su compañía; con otra pelea no conseguiría nada, salvo quizá enfadarse tanto que acabaría haciendo más magia ilegal.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora