Hueso, carne y sangre

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Harriet sintió que los pies daban contra el suelo. La pierna herida flaqueó, y cayó de bruces. La mano, por fin, soltó la Copa de los Tres Magos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Celia sacudió la cabeza. Se levantó, ayudó a Harriet a ponerse en pie, y las dos miraron en torno. Habían abandonado los terrenos de Hogwarts. Era evidente que habían viajado muchos kilómetros, porque ni siquiera se veían las montañas que rodeaban el castillo.

Se hallaban en el cementerio oscuro y descuidado de una pequeña iglesia, cuya silueta se podía ver tras un tejo grande que tenían a la derecha. A la izquierda se alzaba una colina. En la ladera de aquella colina se distinguía apenas la silueta de una casa antigua y magnífica. Celia miró la Copa y luego a Harriet.

—¿Te dijo alguien que la Copa fuera un traslador? —preguntó.

—Nadie —respondió Harriet, mirando el cementerio. El silencio era total y algo inquietante—. ¿Será esto parte de la prueba?

—Ni idea —dijo Celia. Parecía nerviosa—. ¿No deberíamos sacar la varita?

—Sí. —asintió Harriet, contenta de que Celia se hubiera anticipado a sugerirlo.

Las sacaron. Harriet seguía observando a su alrededor. Tenía otra vez la extraña sensación de que las vigilaban.

—Alguien viene. —dijo de pronto.

Escudriñando en la oscuridad, vislumbraron una figura que se acercaba caminando derecho hacia ellas por entre las tumbas. Harriet no podía distinguirle la cara; pero, por la forma en que andaba y la postura de los brazos, pensó que llevaba algo en ellos. Quienquiera que fuera, era de pequeña estatura, y llevaba sobre la cabeza una capa con capucha que le ocultaba el rostro. La distancia entre ellos se acortaba a cada paso, permitiéndoles ver que lo que llevaba el encapuchado parecía un bebé... ¿o era simplemente una túnica arrebujada?

Harriet bajó un poco la varita y echó una ojeada a Celia. Ésta le devolvió una mirada de desconcierto. Una y otra volvieron a observar al que se acercaba, que al fin se detuvo junto a una enorme lápida vertical de mármol, a dos metros de ellas.

Durante un segundo, Harriet, Celia y el encapuchado no hicieron otra cosa que mirarse. Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz empezó a dolerle. Fue un dolor más fuerte que ningún otro que hubiera sentido en toda su vida. Al llevarse las manos a la cara, la varita se le resbaló de los dedos. Se le doblaron las rodillas. Cayó al suelo y se quedó sin poder ver nada, pensando que la cabeza le iba a estallar. Desde lo lejos, por encima de su cabeza, oyó una voz fría y aguda que decía:

—Mata a la otra.

Entonces escuchó un silbido y una segunda voz, que gritó al aire de la noche estas palabras:

—¡Avada Kedavra!

A través de los párpados cerrados, Harriet percibió el destello de un rayo de luz verde, y oyó que algo pesado caía al suelo, a su lado. El dolor de la cicatriz alcanzó tal intensidad que sintió arcadas, y luego empezó a disminuir.

Aterrorizada por lo que vería, abrió los ojos escocidos. Celia yacía a su lado, sobre la hierba, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba muerta. Durante un segundo que contuvo toda una eternidad, Harriet miró la cara de Celia, sus ojos abiertos, inexpresivos como las ventanas de una casa abandonada, su boca medio abierta, que parecía expresar sorpresa.

Y entonces, antes de que su mente hubiera aceptado lo que veía, antes de que pudiera sentir otra cosa que aturdimiento e incredulidad, alguien la levantó. El encapuchado, que ahora, por la voz, sabía que era una mujer, había posado su lío de ropa y, con la varita encendida, arrastraba a Harriet hacia la lápida de mármol.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora