La niña que vivió

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La familia Evans era una familia normal, y orgullosa de serlo. Jamás se les vincularía con algo extraño o anormal. Peter Evans era director de una fábrica de taladros llamada Grunnings. Era un hombre delgado y larguirucho, de cabello rubio y un cuello alargado que terminaba en un rostro afilado. Bernardina Evans era más bien corpulenta y rolliza, con un esbozo de bigote, casi sin cuello, lo cual le dificultaba espiar a los vecinos sobre la cerca. Su hija Dulcie era la mejor niña que podía existir, según ellos, claro está.

Los Evans lo tenían todo, incluido un gran secreto que guardaban con el mayor de los recelos: La otra línea de los Evans.

Liam Evans era hermano de Peter Evans, pero no llevaban relación, de hecho, Peter prefería fingir que no existía, pues su familia, era todo lo opuesto a lo que ellos eran. Su familia temía lo que sus vecinos podrían pensar si los vinculaban. Sabían que ellos también tenían una hija, pero jamás la habían visto, ni siquiera sabían exactamente su nombre. Solo sabían que esa era una razón más para no relacionarse, era seguro que esa niña sería una mala influencia para su hija. 

Una mañana, tan normal como cualquiera, el señor Evans se arreglaba para el trabajo, se vistió de la misma manera que siempre, tomó sus cosas, se despidió de su familia (a como pudo, pues Dulcie hacía uno de sus acostumbrados berrinches) y se retiró en el auto, sin notar nunca a la lechuza parda que pasaba muy cerca de la casa. Al llegar a la esquina miró por unos segundos de manera distraída un extraño gato que escudriñaba un plano de la ciudad, al reaccionar y volver a mirarlo, el gato seguía allí, pero sin mapa; observó unos segundos al gato, quien le devolvió la mirada. Se tranquilizó pensando que debió ser una ilusión óptica. De todas maneras, mientras se alejaba en el auto, echó un vistazo rápido por el retrovisor y el gato parecía estar leyendo el letrero de la calle, pero se obligó a pensar más en el trabajo y menos en gatos lectores. Por desgracia, esa táctica dejó de funcionar al ver un montón de gente vestida de forma estrafalaria, túnicas y capas, aterrado empezó a desear que fuera una nueva moda extraña y no aquello que, pese a que aparentaba lo contrario, él conocía muy bien. Concentrándose en el trabajo, pero ya nervioso, llegó al estacionamiento y se dirigió a su oficina. El resto de la mañana fue muy normal, y eso le tranquilizó, por supuesto, le salvó su rutina de dar la espalda a su ventana, de esta manera no notó ninguna de las lechuzas que volaban a su alrededor.

A la hora de comer fue caminando a una panadería cercana, al regresar de ella pasó cerca de uno de esos grupitos extrañamente vestidos que tan nervioso lo ponían, ellos cuchicheaban y al pasar junto a ellos logró escuchar su apellido, primero pensó que hablaban de su familia cuando escuchó:

- Los Evans, es lo que escuché....

Pero su corazón casi se detuvo al escuchar:

- Sí, su hija, Harriet...

El temor lo invadió y corrió a su oficina, le ordenó a su secretaria no pasarle llamadas y se encerró en su oficina a pensar. Después de meditar un rato llegó a la conclusión de que el apellido Evans era algo popular, y él no estaba seguro del nombre de su sobrina.

De todos modos, esa tarde ya no se pudo concentrar en el trabajo, a las cinco en punto salió disparado del edificio y tropezó con una diminuta ancianita que se tambaleó por el choque. Él, muy apenado, se desenvolvió en disculpas hasta que notó que ella llevaba una capa violeta. La anciana le contestó con voz chillona y jubilosa:

-¡No se disculpe señor, hoy es día de alegría para todos! Hasta los muggles como usted deberían celebrarlo.

Después de eso, le extendió un breve abrazo como si fuera Navidad y se alejó tranquilamente mientras él seguía petrificado. No le molestó el abrazo de la desconocida, en absoluto, ni siquiera lo sintió. Había quedado congelado con ese término "muggle" que fue como un baldazo de agua helada. Ese término extraño que nadie más entendería, sin embargo, él lo conocía perfectamente, puesto que lo escuchó toda la infancia, por más que quiso no logró olvidarlo y él deseaba con el alma no volver a oírlo. Peor aún, en ese contexto, en ese día, era la confirmación definitiva de que sus peores temores se habían materializado. Condujo aterrado a su casa anhelando que todo el día no fuese más que una terrible pesadilla (aunque eso significara haber perdido un productivo día de trabajo).

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora