La poción multijugos

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Dejaron la escalera de piedra y el profesor Ross llamó a la puerta. Ésta se abrió silenciosamente y entraron. El profesor Ross pidió a Harriet que esperara y la dejó sola. Harriet miró a su alrededor. Una cosa era segura: de todos los despachos de profesores que había visitado, el de Dumbledore era, con mucho, el más interesante. Si no hubiera tenido tanto miedo a ser expulsada del colegio, habría disfrutado observando todo aquello. Era una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de patas largas y finísimas había chismes muy extraños que hacían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas de humo. Las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directores, hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos. Había también un gran escritorio con pies en forma de zarpas, y detrás de él, en un estante, un sombrero de mago ajado y roto: era el Sombrero Seleccionador. Harriet dudó. Echó un cauteloso vistazo a los magos y brujas que había en las paredes. Seguramente no haría ningún mal poniéndoselo de nuevo. Sólo para ver si..., sólo para asegurarse de que la había colocado en la casa correcta. Se acercó sigilosamente al escritorio, cogió el sombrero del estante y se lo puso despacio en la cabeza. Era demasiado grande y se le caía sobre los ojos, igual que en la anterior ocasión en que se lo había puesto. Harriet esperó, pero no pasó nada. Luego, una sutil voz le dijo al oído:

—¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh, Harriet Evans?

—Mmm, no —respondió Harriet—. Esto..., lamento molestarte, pero quería preguntarte...

—Te has estado preguntando si yo te había mandado a la casa acertada —dijo acertadamente el sombrero—. Sí..., tú fuiste bastante difícil de colocar. Pero mantengo lo que dije... aunque —Harriet contuvo la respiración— podrías haber ido a Slytherin.

El corazón le dio un vuelco. Cogió el sombrero por la punta y se lo quitó. Quedó colgando de su mano, mugriento y ajado. Algo mareada, lo dejó de nuevo en el estante.

—Te equivocas —dijo en voz alta al inmóvil y silencioso sombrero.

Éste no se movió. Harriet se separó un poco, sin dejar de mirarlo. Entonces, un ruido como de arcadas le hizo volverse completamente. No estaba sola. Sobre una percha dorada detrás de la puerta, había un pájaro de aspecto decrépito que parecía un pavo medio desplumado. Harriet lo miró, y el pájaro le devolvió una mirada torva, emitiendo de nuevo su particular ruido. Parecía muy enfermo. Tenía los ojos apagados y, mientras Harriet lo miraba, se le cayeron otras dos plumas de la cola. Estaba pensando en que lo único que le faltaba es que el pájaro de Dumbledore se muriera mientras estaba con él a solas en el despacho, cuando el pájaro comenzó a arder. Harriet profirió un grito de horror y retrocedió hasta el escritorio. Buscó por si hubiera cerca un vaso con agua, pero no vio ninguno. El pájaro, mientras tanto, se había convertido en una bola de fuego; emitió un fuerte chillido, y un instante después no quedaba de él más que un montoncito humeante de cenizas en el suelo. La puerta del despacho se abrió. Entró Dumbledore, con aspecto sombrío.

—Profesora —dijo Harriet, nerviosa—, su pájaro..., no pude hacer nada..., acaba de arder...

Para sorpresa de Harriet, Dumbledore sonrió.

—Ya era hora —dijo—. Hace días que tenía un aspecto horroroso. Yo le decía que se diera prisa.

Se rió de la cara atónita que ponía Harriet.

—Blake es una fénix, Harriet. Los fénix se prenden fuego cuando les llega el momento de morir, y luego renacen de sus cenizas. Mira...

Harriet dirigió la vista hacia la percha a tiempo de ver un pollito diminuto y arrugado que asomaba la cabeza por entre las cenizas. Era igual de feo que el antiguo.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora