Priori incantatem

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Colagusano se acercó a Harriet, que intentó sacudirse su aturdimiento y apoyar en los pies el peso del cuerpo antes de que le desataran las cuerdas. Colagusano levantó su nueva mano plateada, le sacó la bola de tela de la boca, y luego, de un solo golpe, cortó todas las ataduras que sujetaban a Harriet a la lápida.

Durante una fracción de segundo, Harriet podría haber pensado en huir, pero la pierna herida le temblaba, y los mortífagos cerraban filas, tapando los huecos de los que faltaban y formando un cerco más apretado en torno a Angustia y ella. Colagusano se dirigió hacia el lugar en que yacía el cuerpo de Celia, y regresó con la varita de Harriet, que le puso con brusquedad en la mano, sin mirarla, para volver luego a ocupar su sitio en el círculo de mortífagos.

—¿Te han dado clases de duelo, Harriet Evans? —preguntó Angustia, melosa.

Sus rojos ojos brillaban a través de la oscuridad. Aquellas palabras le hicieron recordar a Harriet, como si se tratara de una vida anterior, el club de duelo al que había asistido brevemente en Hogwarts dos años antes... Todo cuanto había aprendido en él era el encantamiento de desarme, Expelliarmus. ¿Y qué utilidad podría tener quitarle la varita a Angustia, si es que conseguía hacerlo, cuando estaba rodeada de mortífagos y serían por lo menos treinta contra una?

Nunca había aprendido nada que fuera adecuado para aquel momento. Sabía que se iba a enfrentar a aquello contra lo que los había prevenido Howell: la maldición Avada Kedavra, que no se podía interceptar. Y Angustia tenía razón: aquella vez su padre no se encontraba allí para morir por ella. Estaba completamente desprotegida...

—Saludémonos con una inclinación, Harriet —dijo Angustia, agachándose un poco, pero sin dejar de presentar a Harriet su cara de serpiente—. Vamos, hay que comportarse educadamente... A Dumbledore le gustaría que hicieras gala de tus buenos modales. Inclínate ante la muerte, Harriet.

Los mortífagos volvieron a reírse. La boca sin labios de Angustia se contorsionó en una sonrisa. Harriet no se inclinó. No iba a permitir que Angustia se burlara de ella antes de matarla... no iba a darle esa satisfacción...

—He dicho que te inclines. —repitió Angustia, alzando la varita.

Harriet sintió que su columna vertebral se curvaba como empujada firmemente por una mano enorme e invisible, y los mortífagos rieron más que antes.

—Muy bien —dijo Angustia con voz suave, y, cuando levantó la varita, la presión que empujaba a Harriet hacia abajo desapareció—. Ahora da la cara con valor. Tiesa y orgullosa, como murió tu madre... Señores, empieza el duelo.

Angustia levantó la varita una vez más, y, antes de que Harriet pudiera hacer nada para defenderse, recibió de nuevo el impacto de la maldición cruciatus. El dolor fue tan intenso, tan devastador, que olvidó dónde estaba: era como si cuchillos candentes le horadaran cada centímetro de la piel, y la cabeza le fuera a estallar de dolor. Gritó más fuerte de lo que había gritado en su vida. Y luego todo cesó. Harriet se dio la vuelta y, con dificultad, se puso en pie. Temblaba tan incontrolablemente como Colagusano después de cortarse la mano. En su tambaleo llegó hasta el muro de mortífagos, que la empujaron hacia Angustia.

—Un pequeño descanso —dijo Angustia, dilatando de emoción las alargadas rendijas de la nariz—, una breve pausa... Duele, ¿verdad, Harriet? No querrás que lo repita, ¿a que no?

Harriet no respondió. Moriría como Celia. Aquellos ojos rojos despiadados se lo estaban diciendo: iba a morir, y no podía hacer nada para evitarlo. Pero a lo que no estaba dispuesta era a doblegarse. No iba a obedecer a Angustia... no iba a implorarle...

—Te he preguntado si quieres que lo repita —dijo Angustia con voz suave—. ¡Respóndeme! ¡Imperio!

Y, por tercera vez en su vida, Harriet sintió la sensación de que su mente se vaciaba de todo pensamiento... Era una bendición, no pensar; era como flotar, soñar... Di simplemente «no, por piedad»... Di «no, por piedad»... Simplemente dilo...

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora