La advertencia de Arwen

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Harriet no gritó, pero estuvo a punto de hacerlo. La pequeña criatura que yacía en la cama tenía unas grandes orejas, parecidas a las de un murciélago, y unos ojos verdes y saltones del tamaño de pelotas de tenis. En aquel mismo instante, Harriet tuvo la certeza de que aquella cosa era lo que le había estado vigilando por la mañana desde el seto del jardín.

La criatura y ella se quedaron mirando una a la otra, y Harriet oyó la voz de Dulcie proveniente del recibidor.

—¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason?

Aquel pequeño ser se levantó de la cama e hizo una reverencia tan profunda que tocó la alfombra con la punta de su larga y afilada nariz. Harriet se dio cuenta de que iba vestida con lo que parecía un almohadón viejo con agujeros para sacar los brazos y las piernas.

—Esto..., hola —saludó Harriet, azorada.

—Harriet Evans —dijo la criatura con una voz tan aguda que Harriet estaba segura de que se había oído en el piso de abajo—, hace mucho tiempo que Arwen quería conocerle, señorita... Es un gran honor...

—Gra-gracias —respondió Harriet, que avanzando pegada a la pared alcanzó la silla del escritorio y se sentó. A su lado estaba Herman, dormido en su gran jaula. Quiso preguntarle «¿Qué es usted?», pero pensó que sonaría demasiado grosero, así que dijo:

—¿Quién es usted?

—Arwen, señorita. Arwen a secas. Arwen, la elfina doméstica —contestó la criatura.

—¿De verdad? —dijo Harriet—. Bueno, no quisiera ser descortés, pero no me conviene precisamente ahora recibir en mi dormitorio a una elfina doméstica.

De la sala de estar llegaban las risitas falsas de tía Bernardina. La elfina bajó la cabeza.

—Estoy encantada de conocerla —se apresuró a añadir Harriet—. Pero, en fin, ¿ha venido por algún motivo en especial?

—Sí, señorita —contestó Arwen con franqueza—. Arwen ha venido a decirle, señorita..., no es fácil, señorita... Arwen se pregunta por dónde empezar...

—Siéntese —dijo Harriet educadamente, señalando la cama.

Para consternación suya, la elfina rompió a llorar, y además, ruidosamente.

—¡Sen-sentarme! —gimió—. Nunca, nunca en mi vida...

A Harriet le pareció oír que en el piso de abajo hablaban entrecortadamente.

—Lo siento —murmuró—, no quise ofenderle.

—¡Ofender a Arwen! —repuso la elfina con voz disgustada—. A Arwen ninguna bruja le había pedido nunca que se sentara..., como si fuera un igual.

Harriet, procurando hacer «¡chss!» sin dejar de parecer hospitalaria, indicó a Arwen un lugar en la cama, y la elfina se sentó hipando. Parecía un muñeco grande y muy feo. Por fin consiguió reprimirse y se quedó con los ojos fijos en Harriet, mirándole con devoción.

—Se ve que no ha conocido a muchas brujas educadas —dijo Harriet, intentando animarle.

Arwen negó con la cabeza. A continuación, sin previo aviso, se levantó y se puso a darse de golpes con la cabeza contra la ventana, gritando: «¡Arwen mala! ¡Arwen mala!»

—No..., ¿qué está haciendo? —Harriet dio un bufido, se acercó a la elfina de un salto y tiró de ella hasta devolverla a la cama. Herman se acababa de despertar dando un fortísimo chillido y se puso a batir las alas furiosamente contra las barras de la jaula.

—Arwen tenía que castigarse, señorita —explicó la elfina, que se había quedado un poco bizca—. Arwen ha estado a punto de hablar mal de su familia, señorita.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora