La poción de la verdad

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Harriet cayó de bruces, y el olor del césped le penetró por la nariz. Había cerrado los ojos mientras el traslador la transportaba, y seguía sin abrirlos. No se movió.

Parecía que le hubieran cortado el aire. La cabeza le daba vueltas sin parar, y se sentía como si el suelo en que yacía fuera la cubierta de un barco. Para sujetarse, se aferró con más fuerza a las dos cosas que estaba agarrando: la fría y bruñida asa de la Copa de los Tres Magos, y el cuerpo de Celia. Tenía la impresión de que si los soltaba se hundiría en las tinieblas que envolvían su cerebro.

El horror sufrido y el agotamiento la mantenían pegada al suelo, respirando el olor del césped, aguardando a que alguien hiciera algo... a que algo sucediera... Notaba un dolor vago e incesante en la cicatriz.

El estrépito la ensordeció y la dejó más confundida: había voces por todas partes, pisadas, gritos... Permaneció donde estaba, con el rostro contraído, como si fuera una pesadilla que pasaría... Un par de manos la agarraron con fuerza y la volvieron boca arriba.

—¡Harriet!, ¡Harriet!

Abrió los ojos. Miraba al cielo estrellado, y Alba Dumbledore se encontraba a su lado, agachada. Las rodeaban las sombras oscuras de una densa multitud de personas que se empujaban en el intento de acercarse más.

Harriet notó que el suelo, bajo su cabeza, retumbaba con los pasos. Había regresado al borde del laberinto. Podía ver las gradas que se elevaban por encima de ella, las formas de la gente que se movía por ellas, y las estrellas en lo alto.

Harriet soltó la Copa, pero agarró a Celia aún con más fuerza. Levantó la mano que le quedaba libre y cogió la muñeca de Dumbledore, cuyo rostro se desenfocaba por momentos.

—Ha retornado —susurró Harriet—. Ha retornado. Angustia.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?

El rostro de Cornelia Fudge apareció sobre Harriet vuelta del revés. Parecía blanca y consternada.

—¡Dios... Dios mío, Diggory! —exclamó—. ¡Está muerta, Dumbledore!

Aquellas palabras se reprodujeron, y las sombras que las rodeaban se las repetían a los de atrás, y luego otros las gritaron, las chillaron en la noche: «¡Está muerta!», «¡Está muerta!», «¡Celia Diggory está muerta!».

—Suéltala, Harriet. —oyó que le decía la voz de Fudge, y notó dedos que intentaban separarla del cuerpo sin vida de Celia, pero Harriet no la soltó.

Entonces se acercó el rostro de Dumbledore, que seguía borroso.

—Ya no puedes hacer nada por ella, Harriet. Todo acabó. Suéltala.

—Quería que la trajera —musitó Harriet: le parecía importante explicarlo—. Quería que la trajera con sus padres...

—De acuerdo, Harriet... Ahora suéltala.

Dumbledore se inclinó y, con extraordinaria fuerza para tratarse de una mujer tan vieja y delgada, levantó a Harriet del suelo y la puso en pie.

Harriet se tambaleó. Le iba a estallar la cabeza. La pierna herida no soportaría más tiempo el peso de su cuerpo. Alrededor de ellas, la multitud daba empujones, intentando acercarse, apretando contra ella sus oscuras siluetas.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ocurre? ¡Diggory está muerta!

—¡Tendrán que llevarla a la enfermería! —dijo Fudge en voz alta—. Está enferma, está herida... Dumbledore, los padres de Diggory están aquí, en las gradas...

—Yo llevaré a Harriet, Dumbledore, yo la llevaré...

—No, yo preferiría...

—Amelie Diggory viene corriendo, Dumbledore. Viene para acá... ¿No crees que tendrías que decirle, antes de que vea...?

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora