El vidrio que se desvanece

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Han transcurrido diez años desde lo ocurrido esa noche, pero nada parecía haber cambiado, tan solo unos leves cambios en la decoración daban testimonio del tiempo, esos cambios eran las fotografías de la sala, ya no había fotos de una pequeña bola rosada que sonreía, sino de una chica rubia montada en bicicleta, jugando en el ordenador, comprando ropa, abrazada y besada por sus padres, entre otras; nada nos haría pensar que allí vivía otra chica, pero sí.

Harriet seguía allí, dormida en el sofá, por lo menos hasta que la nada melodiosa voz de su tía Bernardina le obligue a levantarse de un salto. Deja que te explique, lo normal es que los adultos les hagan levantarse para que bajen a desayunar, pero no con Harriet, eso su tía solo lo hace con su esposo y su hija, despertar a Harriet es para que "ayude" con el desayuno, por supuesto, antes de que "ayude" con las demás labores domésticas. Pero ese día le levantaron más temprano que de costumbre, pues todo tenía que ser especial el día de hoy, el día más especial del año, el cumpleaños de su prima Dulcie.

Por si acaso necesitaban un recordatorio de ese día, bastaba con ver la mesa completamente llena de obsequios, cajas y cajas repletas de estuches de maquillaje, montañas de ropa nueva, su nueva bicicleta, su nueva computadora, su segundo televisor, etc.

Cada año, sus obsequios eran más, y no solo en número, eran más en todo, más grandes, más modernos, más costosos. Uno pensaría al ver esa montaña de papel colorido y bolsas de regalo, que mucha gente le mandaba obsequios, pero la verdad es que la mayoría eran de sus padres. Dulcie tenía más cosas de las que podía guardar, lo que explicaba que Harriet durmiera en el sofá, una habitación era para los padres, otra para Dulcie, y otra para todas las cosas de Dulcie que ya no cabían en su habitación. Asimismo, dormir en el sofá podría ser la causa de su poco desarrollo, pues era delgada y pequeña, más bien enjuta.

A Harriet le gustaba que le regalaran ropa a su prima, porque toda la ropa de ella era ropa usada de su prima que ella ya no usaba por estar "pasada de moda", a Harriet no le importaba para nada la moda, pero tampoco le molestaba ampliar su guardarropa, considerando lo rápido que su ropa se desgastaba, ya sea por dormir en el sofá, por hacer quehaceres o por tener que usar siempre la misma.

El único gasto que hicieron sus tíos exclusivamente para ella, fueron las gafas, y porque no había opción ya que la escuela no les permitió ignorar su mala vista. Aún así, hasta las gafas estaban gastadas, pegadas siempre con cinta adhesiva, rotas por las constantes caídas que su prima le provocaba.

Pese a todo, lo enjuta, las gafas rotas, su pelo enmarañado y la ropa usada, ella no era tan fea. Su piel blanca hacía buena combinación con el cabello negro y los ojos verdes, y si se decidía a arreglarse, algunos dirían que era más linda que su prima, otra razón más para odiarla.   

Pero lo que más llamaba la atención de Harriet, era su extraña cicatriz en forma de rayo en la frente. Por alguna razón inexplicable sentía que esa cicatriz la hacía única, y no deseaba taparla con maquillaje, aunque de todos modos no tenía maquillaje. Aunque ni ella misma se explicaba esa fascinación, ya que, según su tía Bernardina, fue provocada en el accidente automovilístico que mató a sus padres.

Tío Peter entró a la cocina mientras Harriet estaba friendo el tocino.

- ¡Péinate, por Dios! Pareces pordiosera.- le dijo a modo de saludo.

Dulcie bajó un par de minutos después, mientras Harriet freía los huevos. Dulcie intentaba estar delgada como su padre, aunque sus facciones eran más bien como la regordeta cara de su madre. Dulcie vigilaba mucho su peso y hacía berrinche si aumentaba mucho, se estaba volviendo fanática de los productos milagro para adelgazar que una niña de once años recién cumplidos ese mismo día no debería consumir; para sus padres era la mentalidad de alguien que quiere verse y sentirse bien, señal de salud, para Harriet era alerta de un desorden alimenticio en un año o dos. Para Harriet, su mayor tesoro era una foto que había robado del álbum que Dulcie escondió, una foto de Dulcie en su etapa obesa, que Harriet guardaba por si le servía después.

Harriet servía la mesa (a como pudo) mientras Dulcie contaba sus regalos, solo 37, uno menos que el año pasado, ¡eso era intolerable! Su cara empezó a cambiar de color, estaba a punto de hacer el berrinche de su vida, cuando su padre le prometió dos regalos más cuando salieran esa tarde. Tras un par de minutos pensando, al notar que sus matemáticas coincidían, Dulcie se calmó, y Harriet podía jurar que salió un poco de humo de sus orejas de tanto pensar.

Mientras desayunaban, sonó el teléfono, tía Bernardina se paró con dificultad y fue a contestar tan rápido como su regordete cuerpo se lo permitió. Cuando regresó estaba muy enfadada con la noticia de que el señor Figg se fracturó una pierna, esto alteró a todos, no porque sintieran aprecio por él, si no porque eso significaba que no cuidaría a Harriet mientras ellos llevaban al zoo a Dulcie y su amiga. Como cada año, llevaban a Dulcie a hacer algo especial con una amiga y dejaban a Harriet con el amargado Sr. Figg cuya casa llena de gatos apestaba a repollo. Trataban de decidir quién podía cuidarla, pero el hermano de Bernardina, Marshall, no soportaba a Harriet, buscaron entre los amigos, pero el que no estaba ocupado había ido de vacaciones. A Harriet no le importaba que hablaran de ella con desprecio como si no estuviera presente, en primera, porque estaba acostumbrada, y además, todo apuntaba a que por fin saldría ella también. La verdad, se hubiera conformado con quedarse sola en casa, pero sus tíos no confiaban en hacerlo y regresar a una casa completa. Pensaron dejarla en el auto, pero era nuevo y tenían el mismo temor que con la casa.

En esta ocasión, única y exclusiva, de nada le sirvió a Dulcie su pataleta y su berrinche. Finalmente, terminó yendo con ellos y la mejor amiga de Dulcie, Peggy, quien siempre estaba detrás de ella imitando su ejemplo. 

Era un sábado precioso, soleado pero no muy caluroso, y el zoo estaba rebosante de gente. Harriet no terminaba de creer su suerte, incluso alcanzó un helado, pues fueron a comprarles a Dulcie y a su amiga enormes conos de chocolate y antes de pagar el chico sonriente le preguntó que quería, solo por pena se lo compraron, y eligieron lo más barato, una paleta de limón, pero eso no importaba, era un delicioso y refrescante imprevisto. Claro que también disfrutó el restaurante, pero lo que más le gustó fueron los animales, después de comer fueron a ver a los reptiles, pero se salieron casi de inmediato dejándola sola, pues a Dulcie y a su alcahueta amiga le daban asco y miedo los reptiles, aunque a Harriet de hecho le gustaban.

Al llegar frente a la boa constrictor, pasó algo muy extraño, afortunadamente estaba sola y nadie la veía. La boa se empezó a levantar hasta que sus ojos quedaron a la misma altura que los de Harriet. Entonces la boa, guiñó un ojo. Harriet estaba confundida, pero le devolvió el guiño. Sin saber exactamente por qué, empezó a hablarle.

-Es muy triste estar encerrada, debes de sentirte sola.

La boa, como si le entendiera, empezó a afirmar con la cabeza.

-¿De dónde eres?

La boa apuntó con la cola hacia el letrero de su hábitat. "Boa Constrictor. Brasil"

-Un lugar hermoso de seguro, ¿te gustaba?

La boa volvió a apuntar el letrero, la parte baja decía: "Este espécimen fue criado en cautiverio"

- Entonces, no conoces Brasil, ¿tampoco a tus padres?

La boa negó lentamente con la cabeza.

- Te entiendo, estamos en las mismas.- una pequeña lágrima empezó a asomar por sus ojos.- Desearía poder liberarte de aquí para que puedas regresar a casa.

No terminó de decirlo cuando el vidrio se desvaneció de la nada. La boa quedó libre y escapó, serpenteando feliz entre la gente que huía despavorida. Tal vez fue el shock del fenómeno repentino, pero Harriet podía jurar que escuchó a la serpiente darle las gracias con una voz susurrante y sibilante.

Por supuesto, tan pronto Peggy se repuso del susto y se fue de casa de los Evans, ellos culparon a Harriet de todo y la encerraron en la alacena bajo las escaleras, donde la encerraban cuando la castigaban, lo cual era bastante frecuente. Después de unas horas, el hambre fue opacada por el sueño, volvió a tener el mismo sueño que siempre la despertaba agitada, una cegadora luz verde y el fuerte ardor en su frente. Harriet se tocó la cicatriz pensando que solo sus padres la querían, sabía que no tenía más familia que sus tíos, aunque en ocasiones, extraños la saludaban en la calle como si fuera el sueño de sus vidas el poder saludarla, pero no conocía a ninguno, ni tenía amigos en la escuela, pues Dulcie la odiaba y era la más popular, nadie quiere ir contra los populares. Harriet volvió a quedarse dormida fantaseando que tan diferente sería su vida si sus padres vivieran. 



Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora