Los cuatro campeones

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Harriet permaneció sentada, consciente de que todos cuantos estaban en el Gran Comedor la miraban. Se sentía aturdida, atontada. Debía de estar soñando. O no había oído bien. Nadie aplaudía. Un zumbido como de abejas enfurecidas comenzaba a llenar el salón. Algunos alumnos se levantaban para ver mejor a Harriet, que seguía inmóvil, sentada en su sitio.

En la mesa de los profesores, el profesor Ross se levantó y se acercó a Dumbledore, con quien cuchicheó impetuosamente. La profesora Dumbledore inclinaba hacia él la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo. Harriet se volvió hacia Rose y Helmer. Más allá de ellos, vio que todos los demás ocupantes de la larga mesa de Gryffindor la miraban con la boca abierta.

-Yo no puse mi nombre -dijo Harriet, totalmente confusa-. Vosotros lo sabéis.

Uno y otro le devolvieron la misma mirada de aturdimiento. En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió e hizo un gesto afirmativo al profesor Ross.

-¡Harriet Evans! -llamó-. ¡Harriet! ¡Levántate y ven aquí, por favor!

-Vamos -le susurró Helmer, dándole a Harriet un leve empujón.

Harriet se puso en pie, se pisó el dobladillo de la túnica y se tambaleó un poco. Avanzó por el hueco que había entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff. Le pareció un camino larguísimo. La mesa de los profesores no parecía hallarse más cerca, aunque caminara hacia ella, y notaba la mirada de cientos y cientos de ojos, como si cada uno de ellos fuera un reflector. El zumbido se hacía cada vez más fuerte. Después de lo que le pareció una hora, se halló delante de Dumbledore y notó las miradas de todos los profesores.

-Bueno... cruza la puerta, Harriet -dijo Dumbledore, sin sonreír.

Harriet pasó por la mesa de profesores. Hagrid, sentada justo en un extremo, no le guiñó un ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo. Parecía completamente aturdida y, al pasar Harriet, la miró como hacían todos los demás.

Harriet salió del Gran Comedor y se encontró en una sala más pequeña, decorada con retratos de brujos y brujas. Delante de ella, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor. Cuando entró, las caras de los retratados se volvieron hacia ella. Vio que un brujo con el rostro lleno de arrugas salía precipitadamente de los límites de su marco y se iba al cuadro vecino. El brujo del rostro arrugado empezó a susurrarle algo al oído. Viktoriya Krum, Celia Diggory y François Delacour estaban junto a la chimenea. Con sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente. Krum, cabizbaja y siniestra, se apoyaba en la repisa de la chimenea, ligeramente separada de los otros dos. Celia, de pie con las manos a la espalda, observaba el fuego. François Delacour la miró.

-¿Qué pasa? -preguntó, creyendo que había entrado para transmitirles algún mensaje-. ¿«Quieguen» que volvamos al «comedog»?

Harriet no sabía cómo explicar lo que acababa de suceder. Se quedó allí, quieta, mirando a los tres campeones, sorprendida de lo altos que parecían. Oyó detrás un ruido de pasos apresurados. Era Lola, que entraba en la sala. Cogió del brazo a Harriet y la llevó hacia delante.

-¡Extraordinario! -susurró, apretándole el brazo-. ¡Absolutamente extraordinario! Señoritas... caballero -añadió, acercándose al fuego y dirigiéndose a los otros tres-. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, a la cuarta campeona del Torneo de los tres magos?

Viktoriya Krum se enderezó. Su hosca cara se ensombreció al examinar a Harriet. Celia parecía desconcertada: pasó la vista de Bagman a Harriet y de Harriet a Bagman como si estuviera convencida de que había oído mal. François Delacour, sin embargo, dijo con una sonrisa:

-¡Oh, un chiste muy «divegtido», «señoga» Bagman!

-¿Un chiste? -repitió Bagman, desconcertada-. ¡No, no, en absoluto! ¡El nombre de Harriet acaba de salir del cáliz de fuego!

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora