Dulcie, dementada

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El día más caluroso en lo que iba de verano llegaba a su fin, y un silencio amodorrante se extendía sobre las grandes y cuadradas casas de Privet Drive. Los coches, normalmente relucientes, que había aparcados en las entradas de las casas estaban cubiertos de polvo, y las extensiones de césped, que solían ser de un verde esmeralda, estaban resecas y amarillentas porque se había prohibido el uso de mangueras debido a la sequía.

Privados de los habituales pasatiempos de lavar el coche y de cortar el césped, los habitantes de Privet Drive se habían refugiado en el fresco interior de las casas, con las ventanas abiertas de par en par, en el vano intento de atraer una inexistente brisa. La única que se había quedado fuera era una muchacha que estaba tumbada boca arriba en un parterre de flores, frente al número 4.

Era una chica delgada, con el pelo negro y con gafas, que tenía el aspecto enclenque y ligeramente enfermizo de quien ha crecido mucho en poco tiempo. Llevaba unos vaqueros rotos y sucios, una camiseta ancha y desteñida, y las suelas de sus zapatillas de deporte estaban desprendiéndose por la parte superior.

El aspecto de Harriet Evans no le granjeaba el cariño de sus vecinos, quienes eran de esa clase de gente que cree que el desaliño debería estar castigado por la ley; pero como la chica se había escondido detrás de una enorme mata de hortensias, esa noche los transeúntes no podían verla. De hecho, sólo habrían podido descubrirla su tía Bernardina o su tío Peter, si hubieran asomado la cabeza por la ventana del salón y hubieran mirado hacia el parterre que había debajo.

En general, Harriet creía que debía felicitarse por haber tenido la idea de esconderse allí. Quizá no estuviera muy cómoda tumbada sobre la dura y recalentada tierra, pero al menos en aquel lugar nadie le lanzaba miradas desafiantes ni hacía rechinar los dientes hasta tal punto que no podía oír las noticias, ni la acribillaba a desagradables preguntas, como había ocurrido cada vez que había intentado sentarse en el salón para ver la televisión con sus tíos.

De pronto, como si aquel pensamiento hubiera entrado revoloteando por la ventana abierta, se oyó la voz de Peter Evans, el tío de Harriet.

—Me alegro de comprobar que la chica ha dejado de intentar meterse donde no la llaman. Pero, ¿dónde andará?

—No lo sé —contestó tía Bernardina con indiferencia—. En casa no está.

Tío Peter soltó un gruñido.

—«Ver las noticias»... —dijo en tono mordaz— Me gustaría saber qué es lo que se trae entre manos. Como si a las chicas normales les importara lo que dicen en el telediario. Dulcie no tiene ni idea de lo que pasa en el mundo, ¡dudo que sepa siquiera cómo se llama el Primer Ministro! Además, ni que fueran a decir algo sobre su gente en nuestras noticias...

—¡Peter! ¡Chissst! —le advirtió tía Bernardina— ¡La ventana está abierta!

—¡Ah, sí!... Lo siento, querida.

Los Evans se quedaron callados. Harriet oyó la cancioncilla publicitaria que anunciaba los cereales "Fruit 'n' Bran" mientras observaba al señor Figg, un anciano chiflado amante de los gatos que vivía en el cercano paseo Glicinia y que en ese momento caminaba sin ninguna prisa por la acera.

Iba con el entrecejo fruncido y refunfuñaba, y Harriet se alegró de estar escondida detrás de las hortensias, pues últimamente al señor Figg le había dado por invitarla a tomar el té cada vez que se la encontraba en la calle.

Ya había doblado la esquina y se había perdido de vista cuando la voz de tío Peter volvió a salir flotando por la ventana.

—¿Y Dulcie? ¿Ha ido a tomar el té?

—Sí, a casa de los Polkiss —respondió tía Bernardina con ingenuidad—. Tiene tantas amiguitas, es tan popular...

Harriet hizo un esfuerzo y contuvo un bufido. Los Evans estaban en la inopia respecto a su hija Dulcie. Se habían tragado todas esas absurdas mentiras de que durante las vacaciones de verano cada tarde iba a tomar el té con diferentes amiguitas de su grupo. Harriet sabía muy bien que Dulcie no había ido a tomar el té a ninguna parte: todas las noches ella se dedicaba a salir con varios chicos distintos, sólo que no dejaba que la acompañaran hasta su casa, se separaban en el parque a pocas cuadras de ahí.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora