Leon Lovegood

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Harriet durmió mal esa noche. Sus padres entraban y salían de sus sueños, pero nunca le hablaban; la señora Prewett lloraba sobre el cuerpo sin vida de Keira, y Rose y Helmer, que llevaban coronas, la miraban; y una vez más, Harriet iba por un pasillo que terminaba en una puerta cerrada con llave. Despertó sobresaltada, con picor en la cicatriz, y vio que Rose ya se había vestido y estaba hablándole.

—... date prisa, mamá está histérica, dice que vamos a perder el tren...

En la casa había mucho jaleo. Por lo que pudo oír mientras se vestía a toda velocidad, Harriet comprendió que Freya y Grace habían encantado sus baúles para que bajaran la escalera volando, ahorrándose así la molestia de transportarlos, y éstos habían golpeado a Gavriel y lo habían hecho bajar dos tramos de escalones rodando hasta el vestíbulo; el señor Crabbe y la señora Prewett gritaban a voz en cuello.

—¡... PODRÍAIS HABERLE HECHO DAÑO DE VERDAD, IDIOTAS!

—¡... MESTIZOS PODRIDOS, MANCILLANDO LA CASA DE MIS PADRES!

Helmer entró corriendo en la habitación, muy aturullada, cuando Harriet estaba poniéndose las zapatillas de deporte. El chico llevaba a Herman balanceándose en el hombro y a Cookie retorciéndose en los brazos.

—Mis padres me han devuelto a Herman.

La lechuza revoloteó obedientemente y se posó encima de su jaula.

—¿Ya estás lista?

—Casi. ¿Cómo está Gavriel? —preguntó Harriet poniéndose las gafas.

—La señora Prewett ya la ha curado. Pero ahora Ojoloco dice que no podemos irnos hasta que llegue Podmore porque en la guardia falta un miembro.

—¿La guardia? —se extrañó Harriet— ¿Necesitamos una guardia para ir a King's Cross?

—Tú necesitas una guardia para ir a King's Cross —la corrigió Helmer.

—¿Por qué? —preguntó Harriet con fastidio— Tenía entendido que Angustia intentaba pasar desapercibida, así que no irás a decirme que piensa saltar desde detrás de un cubo de basura para matarme, ¿verdad?

—No lo sé, eso es lo que ha dicho Ojoloco —replicó Helmer, distraídamente, mirando su reloj—, pero si no nos vamos pronto, perderemos el tren, eso seguro...

—¿Queréis bajar ahora mismo, por favor? —gritó la señora Prewett.

Helmer pegó un brinco, como si se hubiera escaldado, y salió a toda prisa de la habitación. Harriet agarró a Herman, lo metió sin muchos miramientos en su jaula y bajó la escalera, detrás de su amigo, arrastrando su baúl.

El retrato del señor Crabbe lanzaba unos furiosos aullidos, pero nadie se molestó en cerrar las cortinas; de todos modos, el ruido que había en el vestíbulo lo habría despertado otra vez.

—Harriet, tú vienes conmigo y con Nissim y Serena—gritó la señora Prewett para hacerse oír sobre los chillidos de «¡SANGRE SUCIA! ¡CANALLAS! ¡SACOS DE INMUNDICIA!»—. Deja tu baúl y tu lechuza; Alice se encargará del equipaje...

Luego abrió la puerta de la calle de un fuerte tirón y salió a la débil luz del día otoñal. Harriet y Serena la siguieron. La puerta se cerró tras ellas, y los gritos del señor Crabbe dejaron de escucharse de inmediato.

—¿Dónde está Nissim? —preguntó Harriet, mirando alrededor, mientras bajaban los escalones de piedra del número 12, que desaparecieron en cuanto pisaron la acera.

—Nos espera allí. —contestó la señora Prewett.

Una anciana las saludó cuando llegaron a la esquina. Tenía el cabello gris muy rizado y llevaba un sombrero de color morado con forma de pastel de carne de cerdo.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora