La profesora de Pociones

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— Allí, mira.

— ¿Dónde?

— Al lado de la chica alta y pelirroja.

— ¿La de gafas?

— ¿Has visto su cara?

— ¿Has visto su cicatriz?

Los murmullos siguieron a Harriet desde el momento en que, al día siguiente, salió del dormitorio. Los alumnos que esperaban fuera de las aulas se ponían de puntillas para mirarla, o se daban vuelta en los pasillos, observándola con atención. Harriet deseaba que no lo hicieran, porque intentaba concentrarse para encontrar el camino de su clase.

En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y despejadas, otras estrechas y destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes. Otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para saltar. Después, había puertas que no se abrían, a menos que uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lugar exacto, y puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían ser puertas. También era muy difícil recordar dónde estaba todo, ya que parecía que las cosas cambiaban de lugar continuamente. Las personas de los retratos seguían visitándose unos a otros, y Harriet estaba segura de que las armaduras podían andar.

Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una desagradable sorpresa que alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se intentaba abrir. Lady Nichole siempre se sentía contenta de señalar el camino indicado a los nuevos Gryffindors, pero Peace la Duende se encargaba de poner puertas cerradas y escaleras con trampas en el camino de los que llegaban tarde a clase. También les tiraba papeleras a la cabeza, corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba, les tiraba tizas o, invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y gritaba: ¡TENGO TU NARIZ!

Pero aún peor que Peace, si eso era posible, era la celadora, Agnes Filch. Harriet y Rose se las arreglaron para chocar con ella, en la primera mañana. Filch las encontró tratando de pasar por una puerta que, desgraciadamente, resultó ser la entrada al pasillo prohibido del tercer piso. No les creyó cuando dijeron que estaban perdidas, estaba convencida de que querían entrar a propósito y las amenazó con encerrarlas en los calabozos, hasta que la profesora Quirrell, que pasaba por allí, las rescató. 

Filch tenía un gato llamado Señor Norris, una criatura flacucha y de color polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch. Patrullaba solo por los pasillos. Si uno infringía una regla delante de él, o ponía un pie fuera de la línea permitida, se escabullía para buscar a Filch, quien aparecía dos segundos más tarde. Filch conocía todos los pasadizos secretos del colegio mejor que nadie (excepto tal vez las gemelas Prewett), y podía aparecer tan súbitamente como cualquiera de los fantasmas. Todos los estudiantes la detestaban, y la más soñada ambición de muchos era darle una buena patada al Señor Norris.

Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las clases. Había mucho más que magia, como Harriet descubrió muy pronto, mucho más que agitar la varita y decir unas palabras graciosas.

Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus telescopios, cada Miércoles a medianoche, y aprender los nombres de las diferentes estrellas y los movimientos de los planetas. Tres veces por semana iban a los invernaderos detrás del castillo a estudiar Herbología, con un brujo pequeño y regordete llamado profesor Sprout, y aprendían a cuidar de todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué debían utilizarlas.

Pero la asignatura más aburrida era Historia de la Magia, la única clase dictada por un fantasma. La profesora Binns ya era muy vieja cuando se quedó dormida frente a la chimenea del cuarto de profesores y se levantó a la mañana siguiente para dar clase, dejando atrás su cuerpo. Binns hablaba monótonamente, mientras escribía nombres y fechas, y hacía que "Elmerico, el Malvado" y "Ulrico, el Chiflado" se confundieran.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora