El mapa del merodeador

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El señor Pomfrey insistió en que Harriet se quedara en la enfermería el fin de semana. La muchacha no se quejó, pero no le permitió que tirara los restos de la Nimbus 2.000. Sabía que era una tontería y que la Nimbus no podía repararse, pero Harriet no podía evitarlo. Era como perder a uno de sus mejores amigos.

La visitó gente sin parar; todos con la intención de infundirle ánimos. Hagrid le envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y Gavriel Prewett, sonrojado, apareció con una tarjeta de saludo que él mismo había hecho y que cantaba con voz estridente salvo cuando se cerraba y se metía debajo del frutero. El equipo de Gryffindor volvió a visitarla el Domingo por la mañana, esta vez con Wood, que aseguró a Harriet, con voz de ultratumba, que no la culpaba en absoluto. Rose y Helmer no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada de cuanto dijera o hiciese nadie podía aliviar a Harriet, porque los demás sólo conocían la mitad de lo que le preocupaba.

No había dicho nada a nadie acerca del Grim, ni siquiera a Rose y a Helmer, porque sabía que Rose se asustaría y Helmer se burlaría. El hecho era, sin embargo, que el Grim se le había aparecido dos veces y en las dos ocasiones había habido accidentes casi fatales. La primera casi la había atropellado el autobús noctámbulo. La segunda había caído de veinte metros de altura. ¿Iba a acosarla el Grim hasta la muerte? ¿Iba a pasar el resto de su vida esperando las apariciones del animal? Y luego estaban los dementores. Harriet se sentía muy humillada cada vez que pensaba en ellos. Todo el mundo decía que los dementores eran espantosos, pero nadie se desmayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza el eco de los gritos de sus padres antes de morir. Porque Harriet sabía ya de quién era aquella voz que gritaba.

En la enfermería, desvelada durante la noche, contemplando las rayas que la luz de la Luna dibujaba en el techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se le acercaban los dementores, oía los últimos gritos de su madre, su afán por protegerla de Lady Angustia, y las carcajadas de Lady Angustia antes de matarla... Harriet dormía irregularmente, sumergiéndose en sueños plagados de manos corruptas y viscosas y de gritos de terror, y se despertaba sobresaltada por volver a oír los gritos de su madre.

Fue un alivio regresar el Lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligada a pensar en otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Darcy Rosier. Rosier no cabía en sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había celebrado parodiando la caída de Harriet.

La mayor parte de la siguiente clase de Pociones la pasó Rosier imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un momento en que Rose no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Prince le quitara cincuenta puntos a Gryffindor.

-Si Prince vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré enferma -explicó Rose, mientras se dirigían al aula de Howell, tras el almuerzo-. Mira a ver quién está, Helmer.

Helmer se asomó al aula.

-¡Estupendo!

La profesora Howell había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente. Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, sonrió a los alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron inmediatamente en quejas sobre el comportamiento de Prince durante la enfermedad de Howell.

-No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que mandarnos trabajo?

-No sabemos nada sobre los hombres lobo...

-¡... dos pergaminos!

-¿Le dijisteis a la profesora Prince que todavía no habíamos llegado ahí? -preguntó la profesora Howell, frunciendo un poco el entrecejo.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora