Caminos separados

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Dumbledore se levantó y miró un momento a Beatrice Crouch con desagrado. Luego alzó otra vez la varita e hizo salir de ella unas cuerdas que la dejaron firmemente atada. Se dirigió entonces al profesor Ross.

—Michael, ¿te podrías quedar vigilándola mientras subo con Harriet?

—Desde luego. —respondió él.

Daba la impresión de que sentía náuseas, como si acabara de ver vomitar a alguien. Sin embargo, cuando sacó la varita y apuntó con ella a Beatrice Crouch, su mano estaba completamente firme.

—Selena, por favor, dile al señor Pomfrey que venga —indicó Dumbledore—. Hay que llevar a Howell a la enfermería. Luego baja a los terrenos, busca a Cornelia Fudge y tráela acá. Supongo que querrá oír personalmente a Crouch. Si quiere algo de mí, dile que estaré en la enfermería dentro de media hora.

Prince asintió en silencio y salió del despacho.

—Harriet... —llamó Dumbledore con suavidad.

Harriet se levantó y volvió a tambalearse. El dolor de la pierna, que no había notado mientras escuchaba a Crouch, acababa de regresar con toda su intensidad. También se dio cuenta de que temblaba. Dumbledore la cogió del brazo y la ayudó a salir al oscuro corredor.

—Antes que nada, quiero que vengas a mi despacho, Harriet —le dijo en voz baja, mientras se encaminaban hacia el pasadizo—. Serena nos está esperando allí.

Harriet asintió con la cabeza. La invadían una especie de aturdimiento y una sensación de total irrealidad, pero no hizo caso: estaba contenta de encontrarse así. No quería pensar en nada de lo que había sucedido después de tocar la Copa de los Tres Magos. No quería repasar los recuerdos, demasiado frescos y tan claros como si fueran fotografías, que cruzaban por su mente: Howell dentro del baúl, Colagusano desplomada en el suelo y agarrándose el muñón del brazo, Angustia surgiendo del caldero entre vapores, Celia... muerta, Celia pidiéndole que la llevara con sus padres...

—Profesora —murmuró—, ¿dónde están los señores Diggory?

—Están con el profesor Sprout —dijo Dumbledore. Su voz, tan impasible durante todo el interrogatorio de Beatrice Crouch, tembló levemente por vez primera—. Es el jefe de la casa de Celia, y es quien mejor la conocía.

Llegaron ante la gárgola de piedra. Dumbledore pronunció la contraseña, se hizo a un lado, y ella y Harriet subieron por la escalera de caracol móvil hasta la puerta de roble. Dumbledore la abrió. Serena se encontraba allí, de pie. Tenía la cara tan pálida y demacrada como cuando había escapado de Azkaban. Cruzó en dos zancadas el despacho.

—¿Estás bien, Harriet? Lo sabía, sabía que pasaría algo así. ¿Qué ha ocurrido?

Las manos le temblaban al ayudar a Harriet a sentarse en una silla, delante del escritorio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, más apremiante.

Dumbledore comenzó a contarle a Serena todo lo que había dicho Beatrice Crouch. Harriet sólo escuchaba a medias. Estaba tan agotada que le dolía hasta el último hueso, y lo único que quería era quedarse allí sentada, que no la molestaran durante horas y horas, hasta que se durmiera y no tuviera que pensar ni sentir nada más. Oyó un suave batir de alas. Blake, el fénix, había abandonado la percha y se había ido a posar sobre su rodilla.

—Hola, Blake —lo saludó Harriet en voz baja.

Acarició sus hermosas plumas de color oro y escarlata. Blake abrió y cerró los ojos plácidamente, mirándola. Había algo reconfortante en su cálido peso. Dumbledore dejó de hablar. Sentada al escritorio, miraba fijamente a Harriet, pero ésta evitaba sus ojos. Se disponía a interrogarla. Le haría revivirlo todo.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora