La nueva canción del Sombrero Seleccionador

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Harriet no quería que los demás supieran que Leon y ella tenían la misma alucinación, si eso es lo que era, de modo que no volvió a mencionar los caballos; simplemente se sentó en el carruaje y cerró la portezuela tras ella. Con todo, no pudo evitar mirar las siluetas de los animales que se movían detrás de la ventanilla.

—¿Habéis visto a Grubbly-Plank? —preguntó Gavriel— ¿Qué hace aquí? No se habrá marchado Hagrid, ¿verdad?

—A mí no me importaría —dijo Leon—. No es muy buena profesora.

—¡Claro que lo es! —saltaron Harriet, Rose y Gavriel, enojados.

Harriet lanzó una mirada fulminante a Helmer, que carraspeó y dijo:

—Sí, sí... Es muy buena.

—Pues a los de Ravenclaw nos da mucha risa. —comentó Leon sin inmutarse.

—Se ve que tenéis un sentido del humor muy raro. —le espetó Rose mientras las ruedas del carruaje empezaban a moverse.

A Leon no pareció afectarle la tosquedad de Rose; más bien al contrario: se quedó mirándola un buen rato como si fuera un programa de televisión poco interesante.

Los coches, traqueteando y balanceándose, avanzaban en caravana por el camino. Cuando pasaron entre los dos altos pilares de piedra, adornados con sendos cerdos alados en la parte de arriba, que había a ambos lados de la verja de los jardines del colegio, Harriet se inclinó hacia delante para ver si había luz en la cabaña de Hagrid, junto al Bosque Prohibido, pero los jardines estaban completamente a oscuras.

El castillo de Hogwarts, sin embargo, se erguía ante ellos: un imponente conjunto de torrecillas, negro como el azabache contra el oscuro cielo, con alguna que otra ventana muy iluminada en la parte superior.

Los carruajes se detuvieron con un tintineo cerca de los escalones de piedra que conducían a las puertas de roble, y Harriet fue la primera en apearse. Se dio la vuelta una vez más para comprobar si había alguna ventana iluminada cerca del bosque, pero no distinguió señales de vida en la cabaña de Hagrid. Luego volvió a mirar de mala gana, porque todavía albergaba esperanzas de que hubieran desaparecido, a aquellas esqueléticas criaturas que conducían los carruajes, y vio que se habían quedado quietas y silenciosas en la fría noche, y que sus blancos e inexpresivos ojos relucían.

Harriet ya había tenido en otra ocasión la experiencia de percibir algo que Rose no podía ver, pero se había tratado de un reflejo en un espejo, algo mucho más incorpóreo que un centenar de sólidos animales lo bastante fuertes para tirar de una flota de carruajes. Si Leon no mentía, aquellas bestias siempre habían estado allí, aunque ella nunca las había visto. Entonces ¿por qué podía percibirlas en ese momento, y su amiga no?

—¿Vienes o qué? —le preguntó Rose.

—¡Ah, sí! —respondió Harriet, rápidamente, y se unieron a la muchedumbre que corría escalones arriba y entraba en el castillo.

El vestíbulo resplandecía con la luz de las antorchas, y en él resonaban los pasos de los alumnos que caminaban por el suelo de losas de piedra hacia las puertas que había a la derecha, las cuales conducían al Gran Comedor donde iba a celebrarse el banquete de bienvenida.

Los alumnos fueron sentándose a las cuatro largas mesas del Gran Comedor, que pertenecían a cada una de las casas del colegio, bajo un techo negro sin estrellas, idéntico al cielo que podía verse a través de las altas ventanas. Las velas que flotaban en el aire, sobre las mesas, iluminaban a los plateados fantasmas que había desperdigados por el comedor, así como los rostros de los alumnos, que hablaban con entusiasmo intercambiando noticias del verano, saludando a gritos a los amigos de otras casas y examinándose los recientes cortes de pelo y las nuevas túnicas.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora