La segunda prueba

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Ocupaban un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día tenían que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. Debido a la posibilidad de que ocurrieran desagradables percances cuando los objetos cruzaban el aula por los aires, la profesora Flitwick había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que éstos no le harían daño a nadie, aunque erraran su diana.

No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Nell, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, a la propia profesora Flitwick.

Para no perder el estilo y la costumbre, solamente Helmer había logrado, desde el principio, lanzar todos sus cojines dentro de la caja a la que se suponía que estaban apuntando; pero, para su propia sorpresa, casi al final de la clase, Harriet lanzó su cojín de manera impecable sobre el de Helmer, dentro de la caja.

Para cumplir el encargo de Serena de mantenerse informada sobre cualquier cosa que ocurriera en Hogwarts, Harriet le envió aquella noche la acostumbrada carta semanal. Luego dedicó toda la atención al problema más apremiante que tenía a la vista: cómo sobrevivir bajo el agua durante una hora el día 24 de febrero.

A Rose le parecía bien la idea de volver a utilizar el encantamiento convocador: Harriet le había hablado de las escafandras, y Rose no veía ningún inconveniente a la idea de que Harriet llamara una desde la ciudad muggle más próxima. Helmer le echó el plan por los suelos al señalarle que, en el improbable caso de que Harriet lograra desenvolverse con ella en el plazo de una hora, la descalificarían con toda seguridad por quebrantar el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos: era demasiado pedir que ningún muggle viera la escafandra cruzando el aire en veloz vuelo hacia Hogwarts.

—Por supuesto, la solución ideal sería que te transformaras en un submarino o algo así —comentó él—. ¡Si hubiéramos dado ya la transformación humana! Pero no creo que empecemos a verla hasta sexto, y si uno no sabe muy bien cómo es la cosa, el resultado puede ser un desastre...

—Sí, ya. No me hace mucha gracia andar por ahí con un periscopio que me salga de la cabeza.

—No, creo que lo mejor será utilizar algún tipo de encantamiento.

De forma que Harriet, diciéndose que pronto habría acumulado bastantes sesiones de biblioteca para el resto de su vida, se volvió a enfrascar en polvorientos volúmenes, buscando algún embrujo que capacitara a un ser humano para sobrevivir sin oxígeno. Pero, a pesar de que ella, Rose y Helmer investigaron durante los mediodías, las noches y los fines de semana, y aunque Harriet solicitó al profesor Ross un permiso para usar la Sección Prohibida, y hasta le pidió ayuda al irritable señor Pince, que tenía aspecto de buitre, no encontraron nada en absoluto que capacitara a Harriet para sumergirse una hora en el agua y vivir para contarlo.

Harriet estaba empezando a sentir accesos de pánico, que ya le resultaban conocidos, y volvió a tener dificultad para concentrarse en las clases. El lago, que para Harriet había sido siempre un elemento más de los terrenos del colegio, actuaba como un imán cada vez que en un aula se sentaba próxima a alguna ventana, y le atrapaba la mirada con su gran extensión de agua casi congelada de color gris hierro, cuyas profundidades oscuras y heladas empezaban a parecerle tan distantes como la luna. Exactamente igual que había ocurrido antes de enfrentarse al hocicorto, el tiempo se puso a correr como si alguien hubiera embrujado los relojes para que fueran más aprisa. Faltaba una semana para el 24 de febrero (aún quedaba tiempo); cinco días (tenía que ir encontrando algo sin demora); tres días (¡por favor, que pueda encontrar algo!, ¡por favor!). Cuando quedaban dos días, Harriet volvió a perder el apetito.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora