Bagman y Black

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Harriet se desembarazó de Rose y se puso en pie. Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de brujas cansadas y de aspecto malhumorado. Una de ellas sujetaba un reloj grande de oro; la otra, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Las dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: la mujer del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañera llevaba falda escocesa y poncho.

-Buenos días, Bambi -saludó el señor Prewett, cogiendo la bota y entregándosela en mano a la bruja de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado.

Harriet vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

-Hola, Milo -respondió Bambi con voz cansina-. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotras llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperad... voy a buscar dónde estáis... Prewett... Prewett...

Consultó la lista del pergamino.

-Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.

-Gracias, Bambi -dijo el señor Prewett, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.

Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harriet vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de las Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, Harriet reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.

-¡Buenos días! -saludó alegremente el señor Prewett.

-Buenos días -respondió el muggle.

-¿Es usted el señor Roberts?

-Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

-Los Prewett... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

-Sí -dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas-. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

-Efectivamente -repuso el señor Prewett.

-Entonces, ¿pagarán ahora? -preguntó el señor Roberts.

-¡Ah! Sí, claro... por supuesto... -se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harriet para que se acercara-. Ayúdame, Harriet -le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos-. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?

-De veinte -lo corrigió Harriet en voz baja, incómoda porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.

-¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...

-¿Son ustedes extranjeros? -inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Prewett volvió con los billetes correctos.

-¿Extranjeros? -repitió el señor Prewett, perplejo.

-No es el primero que tiene problemas con el dinero -explicó el señor Roberts examinando al señor Prewett-. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora