La heredera de Slytherin

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Se hallaban en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia. Con el corazón latiéndole muy rápido, Harriet escuchó aquel silencio de ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás de una columna? ¿Y dónde estaría Gavriel? Prepararon sus varitas y avanzaron por entre las columnas decoradas con serpientes. Sus pasos resonaban en los muros sombríos. Iban con los ojos entornados, dispuestos a cerrarlos completamente al menor indicio de movimiento. A Harriet le parecía que las serpientes de piedra la vigilaban desde las cuencas vacías de sus ojos. Más de una vez, el corazón le dio un vuelco al creer que alguna se movía. Al llegar al último par de columnas, vieron una estatua, tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo. Harriet tuvo que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, pero femenino, con el cabello tan largo que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los pies, boca abajo, vio una pequeña figura con túnica negra y el cabello de un rojo encendido.

—¡Gavriel! —susurró Harriet, corriendo hacia él e hincándose de rodillas—. ¡Gavriel! ¡No estés muerto! ¡Por favor, no estés muerto! —Dejó la varita a un lado, cogió a Gavriel por los hombros y le dio la vuelta. Tenía la cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así que no estaba petrificado. Pero entonces tenía que estar...—. Gavriel, por favor, despierta — susurró Harriet sin esperanza, agitándolo, mientras una lágrima brotaba de sus verdes ojos. 

La cabeza de Gavriel se movió, inanimada, de un lado a otro. Los profesores se acercaban en silencio y hasta Prince parecía apesadumbrada.

—No despertará —dijo una voz suave.

Harriet se enderezó de un salto. Los profesores también reaccionaron. Una muchacha alta, de pelo negro, con uniforme de Slytherin, estaba apoyada contra la columna más cercana, mirándoles. Tenía los contornos borrosos, como si la estuvieran mirando a través de un cristal empañado. Los profesores le apuntaron con sus varitas y la chica se acercó cínicamente al grupo.

—¿Quién eres tú y por qué llevas ese uniforme? —preguntó Prince. —Si realmente fueras de Slytherin yo debería conocerte.

—Yo tampoco te reconozco, tú no eres alumna de esta escuela. —repuso Ross.

La chica negó con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harriet.

—Sí soy de Slytherin, no soy alumna, pero lo fui. —contestó la chica, enigmáticamente.

—Claro que no —respondió Ross —. Yo he enseñado en esta escuela mucho antes de que tú nacieras, te reconocería.

—¿Qué quieres decir? ¿Y por qué no despertará? —dijo Harriet, desesperada—. ¿Él no está... no está...?

—Todavía está vivo —contestó la chica—, pero por muy poco tiempo.

—¿Qué le has hecho? —preguntó Prince.

Harriet miró detenidamente a la chica, allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y brillante, aparentaba tener dieciséis años, ni un día más.

—¿Eres un fantasma? —preguntó Harriet, dubitativa.

—Soy un recuerdo —respondió tranquilamente— guardado en un diario durante cincuenta años.

Ella señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí se encontraba, abierto, un pequeño diario negro. Durante un segundo, Harriet se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Pero tenía asuntos más importantes en los que pensar.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora