La Saeta de Fuego

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Harriet no sabía muy bien cómo se las había apañado para regresar al sótano de Honeydukes, atravesar el pasadizo y entrar en el castillo. Lo único que sabía era que el viaje de vuelta parecía no haberle costado apenas tiempo y que no se daba muy clara cuenta de lo que hacía, porque en su cabeza aún resonaban las frases de la conversación que acababa de oír. ¿Por qué nadie le había explicado nada de aquello? Dumbledore, Hagrid, el señor Prewett, Cornelia Fudge... ¿Por qué nadie le había explicado nunca que sus padres habían muerto porque les había traicionado su mejor amiga?

Rose y Helmer observaron intranquilos a Harriet durante toda la cena, sin atreverse a decir nada sobre lo que les había contado, porque Penny estaba sentada cerca. Cuando subieron a la sala común atestada de gente, descubrieron que Freya y Grace, en un arrebato de alegría motivado por las inminentes vacaciones de Navidad, habían lanzado media docena de bombas fétidas.

Harriet, que no quería que Freya y Grace le preguntaran si había ido o no a Hogsmeade, se fue a hurtadillas hasta el dormitorio vacío y abrió el armario. Echó todos los libros a un lado y rápidamente encontró lo que buscaba: el álbum de fotos encuadernado en piel que Hagrid le había regalado hacía dos años, que estaba lleno de fotos mágicas de sus padres. Se sentó en su cama, corrió las cortinas y comenzó a pasar las páginas hasta que... Se detuvo en una foto de la boda de sus padres. Su madre saludaba con la mano, con una amplia sonrisa. El pelo negro y alborotado que Harriet había heredado se levantaba en todas direcciones. Su padre, radiante de felicidad, cogía del brazo a su madre. Y allí... aquella debía de ser. La dama de honor. Harriet nunca le había prestado atención. Si no hubiera sabido que era la misma persona no habría reconocido a Crabbe en aquella vieja fotografía. Su rostro no estaba hundido y amarillento como la cera, sino que era hermoso y estaba lleno de alegría. ¿Trabajaría ya para Angustia cuando sacaron aquella foto? ¿Planeaba ya la muerte de las dos personas que había a su lado? ¿Se daba cuenta de que tendría que pasar doce años en Azkaban, doce años que la dejarían irreconocible? «Pero los dementores no le afectan -pensó Harriet, fijándose en aquel rostro agradable y risueño-. No tiene que oír los gritos de mi madre cuando se aproximan demasiado...»

Harriet cerró de golpe el álbum y volvió a guardarlo en el armario. Se quitó la túnica y las gafas y se metió en la cama, asegurándose de que las cortinas la ocultaban de la vista. Se abrió la puerta del dormitorio.

-¿Harriet? -preguntó la dubitativa voz de Rose.

Pero Harriet se quedó quieta, simulando que dormía. Oyó a Rose que salía de nuevo y se dio la vuelta para ponerse boca arriba, con los ojos muy abiertos. Sintió correr a través de sus venas, como veneno, un odio que nunca había conocido. Podía ver a Crabbe riéndose de ella en la oscuridad, como si tuviera pegada a los ojos la foto del álbum. Veía, como en una película, a Serena Crabbe haciendo que Piper Pettigrew (que se parecía a Nell Longbottom) volara en mil pedazos. Oía (aunque no sabía cómo sería la voz de Crabbe) un murmullo bajo y vehemente: «Ya está, Señora, los Evans me han hecho su guardiana secreta...» Y entonces aparecía otra voz que se reía con un timbre muy agudo, la misma risa que Harriet oía dentro de su cabeza cada vez que los dementores se le acercaban.

-Harriet..., tienes un aspecto horrible.

Harriet no había podido pegar el ojo hasta el amanecer. Al despertarse, había hallado el dormitorio desierto, se había vestido y bajado la escalera de caracol hasta la sala común, donde no había nadie más que Rose, que se comía un sapo de menta y se frotaba el estómago, y Helmer, que había extendido sus deberes por tres mesas.

-¿Dónde está todo el mundo? -preguntó Harriet.

-¡Se han ido! Hoy empiezan las vacaciones, ¿no te acuerdas? -preguntó Rose, mirando a Harriet detenidamente-. Es ya casi la hora de comer. Pensaba ir a despertarte dentro de un minuto.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora