La comprobación de las varitas

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Al despertar el domingo por la mañana, a Harriet le costó un rato recordar por qué se sentía tan mal. Luego, el recuerdo de la noche anterior estuvo dándole vueltas en la cabeza. Se incorporó en la cama y descorrió las cortinas del dosel para intentar hablar con Rose y explicarle las cosas, pero la cama de su amiga se hallaba vacía. Evidentemente, había bajado a desayunar.

Harriet se vistió y bajó por la escalera de caracol a la sala común. En cuanto apareció, los que ya habían vuelto del desayuno prorrumpieron en aplausos. La perspectiva de bajar al Gran Comedor, donde estaría el resto de los alumnos de Gryffindor, que la tratarían como a una especie de heroína, no la seducía en absoluto. La alternativa, sin embargo, era quedarse allí y ser acorralada por las hermanas Creevey, que en aquel momento le insistían por señas en que se acercara. Caminó resueltamente hacia el retrato, lo abrió, traspasó el hueco y se encontró de cara con Helmer.

-Hola -saludó él, que llevaba una pila de tostadas envueltas en una servilleta-. Te he traído esto... ¿Quieres dar un paseo?

-Buena idea -le contestó Harriet, agradecida.

Bajaron la escalera, cruzaron aprisa el vestíbulo sin desviar la mirada hacia el Gran Comedor y pronto recorrían a zancadas la explanada en dirección al lago, donde estaba anclado el barco de Durmstrang, que se reflejaba en la superficie como una mancha oscura.

Era una mañana fresca, y no dejaron de moverse, masticando las tostadas, mientras Harriet le contaba a Helmer qué era exactamente lo que había ocurrido después de abandonar la noche anterior la mesa de Gryffindor. Para alivio suyo, Helmer aceptó su versión sin un asomo de duda.

-Bueno, estaba seguro de que tú no te habías propuesto -declaró cuando ella terminó de relatar lo sucedido en la sala-. ¡Si hubieras visto la cara que pusiste cuando Dumbledore leyó tu nombre! Pero, la pregunta es: ¿quién lo hizo? Porque Howell tiene razón, Harriet: no creo que ningún estudiante pudiera hacerlo... Ninguno sería capaz de burlar el cáliz de fuego, ni de traspasar la raya de...

-¿Has visto a Rose? -lo interrumpió Harriet.

Helmer dudó.

-Eh... sí... está desayunando -dijo.

-¿Sigue pensando que yo eché mi nombre en el cáliz?

-Bueno, no... no creo... no en realidad -contestó Helmer con embarazo.

-¿Qué quiere decir «no en realidad»?

-¡Ay, Harriet!, ¿es que no te das cuenta? -dijo Helmer-. ¡Está celosa!

-¿Celosa? -repitió Harriet sin dar crédito a sus oídos-. ¿Celosa de qué? ¿Es que le gustaría hacer el ridículo delante de todo el colegio?

-Mira -le explicó Helmer, armándose de paciencia-, siempre eres tú la que acapara la atención, lo sabes bien. Sé que no es culpa tuya -se apresuró a añadir, viendo que Harriet abría la boca para protestar-, sé que no lo vas buscando... pero el caso es que Rose tiene en casa todas esas hermanas con las que competir, y tú eres su mejor amiga, y eres famosa. Cuando te ven a ti, nadie se fija en ella, y ella lo aguanta, nunca se queja. Pero supongo que esto ha sido la gota que colma el vaso...

-Genial -dijo Harriet con amargura-, realmente genial. Dile de mi parte que me cambio con ella cuando quiera. Dile de mi parte que por mi encantada... Verá lo que es que todo el mundo se quede mirando su cicatriz de la frente con la boca abierta a donde quiera que vaya...

-No pienso decirle nada -replicó Helmer-. Díselo tú: es la única manera de arreglarlo.

-¡No voy a ir detrás de ella para ver si madura! -estalló Harriet. Había hablado tan alto que, alarmadas, algunas lechuzas que había en un árbol cercano echaron a volar-. A lo mejor se da cuenta de que no lo estoy pasando bomba cuando me rompan el cuello o...

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora