La invitación

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Los tres Evans ya se encontraban sentados a la mesa cuando Harriet llegó a la cocina. Ninguno de ellos levantó la vista cuando ella entró y se sentó. El rostro de tío Peter, estaba oculto detrás de un periódico sensacionalista, y tía Bernardina cortaba en cuatro trozos un pomelo, con los labios fruncidos. Dulcie parecía furiosa, seguramente ya había discutido con su madre por lo mismo de todos los días, su madre le insiste en que no está comiendo nada y ella insiste que come de más.

Cuando tía Bernardina le puso en el plato los trozos de pomelo sin azúcar con un temeroso «Aquí tienes, Dulcie, cariñín», ella la miró ceñuda. Su vida se había vuelto bastante más desagradable desde que había llegado con el informe escolar de fin de curso. Como de costumbre, tío Peter y tía Bernardina habían logrado encontrar disculpas para las malas notas de su hija: tía Bernardina insistía siempre en que Dulcie era una muchacha de gran talento incomprendida por sus profesores, en tanto que tío Peter aseguraba que no quería «tener por hija a una de esas empollonas». Tampoco dieron mucha importancia a las acusaciones de que su hija tenía un comportamiento violento. («¡Es una niña un poco inquieta, pero no le haría daño a una mosca!», dijo tía Bernardina con lágrimas en los ojos.) Pero al final del informe había unos bien medidos comentarios de la enfermera del colegio que ni siquiera tío Peter y tía Bernardina pudieron soslayar.

Daba igual que tía Bernardina lloriqueara diciendo que Dulcie era de complexión frágil, que su peso era en realidad el propio de una niñita saludable, y que estaba en edad de cuidar bien su figura: el caso era que los que suministraban los uniformes ya no tenían pantalones de su tamaño. La enfermera del colegio había visto lo que los ojos de tía Bernardina (tan agudos cuando se trataba de descubrir marcas de dedos en las brillantes paredes de su casa o de espiar las idas y venidas de los vecinos) sencillamente se negaban a ver: que, muy lejos de necesitar un refuerzo nutritivo, Dulcie había llegado simple y llanamente a la anorexia. Y de esa manera, después de muchas rabietas y discusiones y de muchas lágrimas derramadas por tía Bernardina, dio comienzo el nuevo régimen de comidas.

Habían pegado a la puerta del frigorífico la dieta enviada por la enfermera del colegio Smeltings, basada en un proceso de realimentación con el cual Dulcie debería comenzar a comer cada vez más hasta alcanzar una porción suficiente para su adecuada nutrición.

Llamaron al timbre de la puerta. Tío Peter se levantó y fue al recibidor. Harriet oyó un murmullo en la entrada, a alguien riéndose y a tío Peter respondiendo de manera cortante. Luego se cerró la puerta y oyó rasgar un papel en el recibidor. Tía Bernardina posó la tetera en la mesa y miró a su alrededor preguntándose dónde se había metido tío Peter. No tardó en averiguarlo: regresó un minuto después, lívido.

-Tú -le gritó a Harriet-. Ven a la sala, ahora mismo.

Desconcertada, preguntándose qué demonios había hecho en aquella ocasión, Harriet se levantó, salió de la cocina detrás de tío Peter y fue con él hasta la habitación contigua. Tío Peter cerró la puerta con fuerza detrás de ellos.

-Vaya -dijo, yendo hasta la chimenea y volviéndose hacia Harriet como si estuviera a punto de pronunciar la sentencia de su arresto-. Vaya.

A Harriet le hubiera encantado preguntar «¿Vaya qué?», pero no juzgó prudente poner a prueba el humor de tío Peter tan temprano. Así que decidió adoptar una expresión de cortés desconcierto.

-Acaba de llegar esto -dijo tío Peter, blandiendo ante Harriet un trozo de papel de color púrpura-. Una carta. Sobre ti.

El desconcierto de Harriet fue en aumento. ¿Quién le escribiría a tío Peter sobre ella? ¿Conocía a alguien que enviara cartas por correo? Tío Peter miró furioso a Harriet; luego bajó los ojos al papel y empezó a leer:

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora