El comienzo

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Incluso un mes después, al rememorar los días que siguieron, Harriet se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory, que tuvo lugar a la mañana siguiente. No la culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hija. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.

—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harriet le explicó cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.

Al levantarse, ella miró a Harriet y le dijo:

—Ahora cuídate tú.

Harriet cogió la bolsa de oro de la mesita.

—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Celia: llegó ella primero. Cójanlo...

Pero ella lo rechazó.

—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.

Harriet volvió a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijeron Rose y Helmer, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a Harriet tranquila, que nadie le hiciera preguntas ni la forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto.

Ella notó que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con ella por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Ryan Skeeter sobre lo trastornada y posiblemente peligrosa que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Celia había muerto.

Se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Rose y Helmer, o cuando jugaban al ajedrez en silencio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Rose le habló a Harriet del encuentro entre su madre y Dumbledore.

—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero ella quiere que vuelvas con los Evans, por lo menos al principio.

Harriet sabía el por qué, ya habían tenido esa discusión Serena, ella y Dumbledore el año pasado. La única persona aparte de Rose y Helmer con la que se sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras, pues Howell seguía recuperándose en la enfermería, tenían aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovecharon para ir a visitarla a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando se acercaron, Fern salió de un salto por la puerta abierta, ladrando y meneando la cola sin parar.

—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harriet!

Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harriet con un solo brazo, la despeinó con la mano y dijo:

—Me alegro de verte, compañera. Me alegro de verte.

Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.

—He estado tomando té con Orson —explicó Hagrid—. Acaba de irse.

—¿Con quién? —preguntó Rose, intrigada.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora