Los mortífagos

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Angustia apartó la vista de Harriet y empezó a examinar su propio cuerpo. Las manos eran como grandes arañas blancas; con los largos dedos se acarició el pecho, los brazos, la cara. Los rojos ojos, cuyas pupilas eran alargadas como las de un gato, refulgieron en la oscuridad. Levantó las manos y flexionó los dedos con expresión embelesada y exultante. No hizo el menor caso de Colagusano, que se retorcía sangrando por el suelo, ni de la enorme serpiente, que otra vez había aparecido y daba vueltas alrededor de Harriet, emitiendo sutiles silbidos.

Angustia deslizó una de aquellas manos de dedos anormalmente largos en un bolsillo de la túnica, y sacó una varita mágica. También la acarició suavemente, y luego la levantó y apuntó con ella a Colagusano, que se elevó en el aire y fue a estrellarse contra la tumba a la que Harriet estaba atada. Cayó a sus pies y quedó allí, desmadejada y llorando.

Angustia volvió hacia Harriet sus rojos ojos, y soltó una risa sin alegría, fría, aguda. La túnica de Colagusano tenía manchas sanguinolentas, pues ésta se había envuelto con ella el muñón del brazo.

—Señora... —rogó con voz ahogada—, señora... me prometisteis... me prometisteis...

—Levanta el brazo. —dijo Angustia con desgana.

—¡Ah, señora... gracias, señora...!

Alargó el muñón ensangrentado, pero Angustia volvió a reírse.

—¡El otro brazo, Colagusano!

—Ama, por favor... por favor...

Angustia se inclinó hacia ella y tiró de su brazo izquierdo. Le retiró la manga por encima del codo, y Harriet vio algo en la piel, algo como un tatuaje de color rojo intenso: una calavera con una serpiente que le salía de la boca, la misma imagen que había aparecido en el cielo en los Mundiales de Quidditch: la Marca Tenebrosa. Angustia la examinó cuidadosamente, sin hacer caso del llanto incontrolable de Colagusano.

—Ha retornado —dijo con voz suave—. Todos se habrán dado cuenta... y ahora veremos... ahora sabremos...

Apretó con su largo índice blanco la marca del brazo de Colagusano. La cicatriz volvió a dolerle, y Colagusano dejó escapar un nuevo alarido. Angustia retiró los dedos de la marca de Colagusano, y Harriet vio que se había vuelto de un negro azabache.

Con expresión de cruel satisfacción, Angustia se irguió, echó atrás la cabeza y contempló el oscuro cementerio.

—Al notarlo, ¿cuántos tendrán el valor de regresar? —susurró, fijando en las estrellas sus brillantes ojos rojos—. ¿Y cuántos serán lo bastante locos para no hacerlo?

Comenzó a pasear de un lado a otro ante Harriet y Colagusano, barriendo el cementerio con los ojos sin cesar. Después de un minuto volvió a mirar a Harriet, y una cruel sonrisa torció su rostro de serpiente.

—Estás sobre los restos de mi difunta madre, Harriet —dijo con un suave siseo—. Era muggle, y además idiota... como tu querido padre. Pero los dos han tenido su utilidad, ¿no? Tu padre murió para defenderte cuando eras niña... A mi madre la maté yo, y ya ves lo útil que me ha sido después de muerta.

Angustia volvió a reírse. Seguía paseando, observándolo todo mientras andaba, en tanto la serpiente describía círculos en la hierba.

—¿Ves la casa de la colina, Evans? En ella vivió mi madre. Mi padre, un brujo que vivía en la aldea, se enamoró de ella. Pero mi madre lo abandonó cuando supo lo que era él: no le gustaba la magia.

»Lo abandonó y se marchó con sus padres muggles antes incluso de que yo naciera, Evans, y mis abuelos ocultaron esa mancha en su árbol familiar, así que me crié en un orfanato muggle... pero juré encontrarla... Me vengué de ella, de ésta loca que me dio su nombre, Tory.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora