El número 12 de Grimmauld Place

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—¿Qué es la Orden del...? —preguntó Harriet.

—¡Aquí no, muchacha! —gruñó Moody— ¡Espera a que estemos dentro!

Moody le arrebató a Harriet el trozo de pergamino y le prendió fuego con la punta de la varita. Mientras las llamas devoraban el mensaje, que cayó flotando al suelo, Harriet volvió a mirar las casas que había a su alrededor. Estaban delante del número 11; miró a la izquierda y vio el número 10; a la derecha, sin embargo, estaba el número 13.

—Pero, ¿dónde está...?

—Piensa en lo que acabas de memorizar. —le recordó Howell con serenidad.

Harriet lo pensó, y en cuanto llegó a las palabras «número 12 de Grimmauld Place», una maltrecha puerta salió de la nada entre los números 11 y 13, y de inmediato aparecieron unas sucias paredes y unas mugrientas ventanas. Era como si, de pronto, se hubiera inflado una casa más, empujando a las que tenía a ambos lados y apartándolas de su camino. Harriet se quedó mirándola, boquiabierta. El equipo de música del número once seguía sonando. Por lo visto, los muggles que había dentro no habían notado nada.

—Vamos, deprisa. —gruñó Moody, empujando a Harriet por la espalda.

Harriet subió los desgastados escalones de piedra sin apartar los ojos de la puerta que acababa de materializarse. La pintura negra estaba estropeada y arañada, y la aldaba de plata tenía forma de serpiente retorcida. No había cerradura ni buzón. Howell sacó su varita y dio un golpe con ella en la puerta. Harriet oyó unos fuertes ruidos metálicos y algo que sonaba como una cadena. La puerta se abrió con un chirrido.

—Entra, Harriet, rápido —le susurró Howell—, pero no te alejes demasiado y no toques nada.

Harriet cruzó el umbral y se sumergió en la casi total oscuridad del vestíbulo. Olía a humedad, a polvo y a algo podrido y dulzón; la casa tenía toda la pinta de ser un edificio abandonado. Miró hacia atrás y vio a los otros, que iban en fila detrás de ella; Howell y Nissim llevaban su baúl y la jaula de Herman. Moody estaba de pie en el último escalón soltando las bolas de luz que el apagador había robado de las farolas: volvieron volando a sus bombillas y la plaza se iluminó, momentáneamente, con una luz naranja; entonces Moody entró renqueando en la casa y cerró la puerta, y la oscuridad del vestíbulo volvió a ser total.

—Por aquí...

Le dio unos golpecitos en la cabeza a Harriet con la varita; esta vez la muchacha sintió que algo caliente le goteaba por la espalda y comprendió que el encantamiento desilusionador había terminado.

—Ahora quedaos todos quietos mientras pongo un poco de luz aquí dentro. —susurró Moody.

Los murmullos de los demás le producían a Harriet una extraña aprensión; era como si acabaran de entrar en la casa de alguien que estaba a punto de morir. Oyó un débil silbido, y entonces unas anticuadas lámparas de gas se encendieron en las paredes y proyectaron una luz, débil y parpadeante, sobre el despegado papel pintado y sobre la raída alfombra de un largo y lúgubre vestíbulo, de cuyo techo colgaba una lámpara de cristal cubierta de telarañas y en cuyas paredes lucían retratos ennegrecidos por el tiempo que estaban torcidos.

Harriet oyó algo que correteaba detrás del zócalo. Tanto la lámpara como el candelabro, que había encima de una desvencijada mesa, tenían forma de serpiente. Oyeron unos rápidos pasos y la madre de Rose, la señora Prewett, entró por una puerta que había al fondo del vestíbulo. Corrió a recibirlos con una sonrisa radiante, aunque Harriet se fijó en que estaba mucho más pálida y delgada que la última vez que la había visto.

—¡Oh, Harriet, cuánto me alegro de verte! —susurró, y la estrujó con un fuerte abrazo; luego se separó un poco de ella y la examinó con ojo crítico— Estás paliducha; necesitas engordar un poco, pero me temo que tendrás que esperar hasta la hora de la cena —luego, dirigiéndose al grupo de magos que Harriet tenía detrás, la señora Prewett volvió a susurrar con tono apremiante—: Acaba de llegar. La reunión ya ha comenzado.

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora