Beauxbatons y Durmstrang

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Las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras. Para su sorpresa, la profesora Howell anunció que les echaría la maldición imperius por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus efectos.

-Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesora -le dijo un vacilante Helmer, al tiempo que Howell apartaba las mesas con un movimiento de la varita, dejando un amplio espacio en el medio del aula-. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...

-Dumbledore quiere que os enseñe cómo es -lo interrumpió Howell, girando hacia Helmer-. Es mejor así, en un ambiente controlado, con una profesora, que aprenderlo del modo más duro, cuando alguien les eche la maldición para controlarlos.

Helmer asintió con la cabeza. Howell empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición imperius. Harriet vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dana Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Lowell Brown imitó una ardilla y Nell ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Howell la anulaba.

-Harriet -llamó Howell-, ahora te toca a ti.

Harriet se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas. Howell levantó la varita mágica, la apuntó con ella y dijo:

-¡Imperio!

Fue una sensación maravillosa. Harriet se sintió como flotando cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajada, apenas consciente de que todos la miraban. Y luego oyó la voz de Howell, retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa... Harriet, obedientemente, flexionó las rodillas, preparada a dar el salto. Salta a la mesa... «Pero, ¿por qué?» Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Que idiotez, la verdad», dijo la voz. Salta a la mesa... «No, creo que no lo haré, gracias -dijo la otra voz, con un poco más de firmeza-. No, realmente no quiero...» ¡Salta! ¡Ya! Lo siguiente que notó Harriet fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa, que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, golpearse las rótulas.

-Bien, ¡por ahí va la cosa! -gritó Howell.

De pronto, Harriet sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza. Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.

-¡Mirad esto, todos vosotros... Harriet se ha resistido! Se ha resistido, ¡y casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Harriet, y todos los demás prestad atención. Miradla a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Harriet, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!

-Por la manera en que habla -murmuró Harriet una hora más tarde, cuando salía cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Howell se había empeñado en hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la maldición imperius)-, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.

-Sí, es verdad -dijo Rose, dando alternativamente un paso y un brinco: había tenido muchas más dificultades con la maldición que Harriet, aunque Howell le aseguró que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida-. Pero es Howell, por algo lo hace, tal vez sabe algo que nosotros no, ¿no creen?

Harriet EvansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora