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Ven a la canción de las noches perdidas
Si sabes que todo sabe a casi nada
Acarreran los leotardos de la vida
A bola de alcanfor dormida en la almohada.





Y tene nombre de mujer
Como la soledad, como el consuelo




Y era un día distinto. Claro era que yo no recibía invitaciones para casamientos todos los días del año. De los trescientos sesenta días del año, recibía una invitación para casamientos y el resto, salida con amigos. Y claro era que este día era la excepción. Dos casamientos por año ¡Todo un logro! Pero no para mi bolsillo claro.


Porque desde hacía un año me mantenía sólo. Porque me costó demasiado tener ese poder de conseguir, tener, necesitar y comprar algo propio, algo para mí y para nadie más. Porque hacía un año en el que yo le había dicho a mis padres "papá... mamá... quiero mantenerme... quiero tener un departamento, quiero tener mi vida... quiero independizarme... quiero vivir". Y claro que la reacción no fue fácil. Fue todo un trabajo forzado. Mi padre que quería que me independizara mientras trabajase y mi mamá que no quería que me fuera simplemente porque era su "Nene chiquito".


Pero la realidad, era que ya tenía dieciocho años. Y sí, ahora tenía esa edad y posiblemente quería tener la certeza de todo. Del mundo, de las cosas y de la vida. Pero luego de unas charlas basadas a sermones de mi mamá, entendí que eso era lo que quería, quisiera o no.



Y ahora me encontraba sentado en una de las sillas perfectamente adornadas de la "casamentera". Así le decía yo a esas mujeres que ponían su mejor sonrisa "Wisky... Flash", que agarraban a su nuevo marido del brazo y lo hacían sonreír forzadamente para salir natural en las fotos. O simplemente porque mostraban sonrisa de recién casada y mostraba que tenía la felicidad en sus manos refregándosela en las caras a todas esas mujeres que agarraban su ramo con desesperación, buscando que el príncipe azul apareciera en escena.


Y ahora yo me encontraba sentado en la mesa de los recién casados. Tenía ese honor debido a que la casada era la mejor amiga de mi mamá.



Y sí, la conocía. Se casaba por segunda vez con el mismo esposo desde hace veinte años, para "renovar contrato". Y era obvio que la fiesta no iba a ser la diversión en persona, es más... evité pensar que era la peor fiesta que había concurrido en mi vida. Los vasos de alcohol corrían como olas en días de tormenta en busca de todas las personas dispuestas a disfrutar. Las personas, con gusto, tomaban esas copas y ahí se armaba el revuelo.



Pensándolo, e ideando un plan maravilloso, coloqué mis pies en una de las sillas que tenía al lado. Ese era el momento del baile, y sinceramente no tenía con quién bailar, y bailar con mi mamá no era precisamente lo que deseaba hacer. Me estiré apenas y me dispuse a mirar a la gente. A veces veía sonrisas forzadas, el cinismo siempre estaba, pero también estaban los alegres y el alma de la fiesta.

Mamá se acercó a mí fusilándome con la mirada.



- Paio... es hora de bailar, ¿por qué no te buscas a una compañera? – me preguntó sonando amable aunque era evidente que era una orden.

- Estoy cansado... prefiero quedarme.

- Como desees.


Y seguí mirando para la nada misma. Siempre hacía eso, me mantenía en silencio y miraba. Miraba un lugar desconocido, o miraba simplemente el vacío. Porque a mi me gustaba mirar, pero más me gustaba el silencio. El silencio absoluto como melodía.
Una chica se acercó a mi lado. Hizo una mueca como para sentarse a mi lado. Vi su mano bajar hasta su pierna y levantarlo apenas dejándome ver sus piernas para sentarse cómodamente en la silla que yo, anteriormente ocupaba con mis pies. Ella sonrió y yo dejé mis pies a un lado para que se sentara. Cuando ella se sentó, me avergoncé.



Utopias ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora