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  Una noche oscura y silenciosa era la que se nos aproximaba. El cielo estaba azulado cubiertos de estrellas que apaciguaban la tormenta de la noche. Ella iba a mi lado en el auto, manteniendo la cabeza sobre la ventanilla. Sus piernas estaban entrecruzándose temblando de ansiedad o nerviosismo que percibía a lo lejos. Sonreía apenas cada vez que pasábamos por todos los sitios en el que había decidido ir. Los teatros, las luces... a ella le gustaban esas cosas, puesto que se me ocurrió ir al teatro a ver una bellísima obra. Esos momentos en el que todo es tán inconcluso, fue el que me tocó al salir del auto, abrirle la puerta y no saber si agarrarle la mano o simplemente tomarla de la cintura.





Pero ella se me adelantó. Siempre se adelantaba.









Me tomó de la mano y entró con una cálida sonrisa al adivinar finalmente donde la había traído. Diez minutos y ya estábamos dentro del gran teatro. Ella miraba todo con admiración porque aquellas arquitecturas en sus favoritas, le hacía acordar al Olimpo ese que tanto nombraban en sus libros de Cultura General. Se detuvo a desviar la vista a los asientos. Cubiertos suavemente por un tapizado rojo mientras que las sillas tenían pinta de parecer a las grandes sillas que describía la Olimpíada a la perfección.












El show comenzó. Una ópera romántica mezclada de comedia era la elegida para los dos. Ella me tomó de la mano con una sonrisa mientras contenía la risa que le daba el estar en esa situación.









- ¿de que te reís? – le pregunté con una sonrisa tonta.



- De nosotros... - admitió con una sonrisa de lado-








Y ese fue el final de nuestra charla hasta que la obra finalizó.










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Diez y media de la noche. Ya estábamos ingresando al Restaurant reservado. Ella miró nuevamente el lugar por cada costado sin dejar de lado los detalles. Todo la asombraba, le alegraba. La tomé de la cintura indicándole un lugar alejado a las mesas de los otros clientes. El mozo nos acompañó hasta ella y su sonrisa a mí me indicó que ya todo estaba en orden.









- ¿que desean tomar? – dijo el mozo perfectamente uniformado. Llevaba un traje negro y una muy acomodada y refinada corbata.




- ¿Vino...? – le indiqué a Bian con la mirada cautivando su atención: ella estaba en las nubes.



- Si. – accedió con una sonrisa.









El mozo se retiró cautelosamente y yo se lo agradecí. Tomé su mano indiscretamente y acerqué mi silla un poco más para que no estubiéramos alejados.









- ¿estás bien? – dije al verla completamente distraída mirando a un costado.



- Si... solo miraba la fuente – di vuelta la cara para mirar su punto de vista. Sonreí porque esa era la razón por la cuál había elegido el lugar: una perfecta fuente con cascada. - ¿Desde cuando tomamos vino?





Reí sonoramente.






- no sé... nunca lo hicimos, ni siquiera en las comidas. Creo que es un buen momento para empezar ¿no?



- supongo que sí. – sonrió- ¿por qué este lugar? – y miró nuevamente a su alrededor.



- Porque supuse que te gustaría. – admití encogido de hombros.




Utopias ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora