Capítulo 32

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Capítulo 32 – Aidan Sumer, 1.800 CIS (Calendario Solar Imperial)




—¿Lyenor?

Había colgado. Después de casi una hora conversando, el timbre de su casa había sonado y se había despedido precipitadamente, sin dar ninguna explicación. Extraño desde luego.

Consulté el reloj. Pasaban varios minutos de las tres de la madrugada y aún nos quedaba un buen trecho hasta llegar a nuestro destino. Guardé el teléfono en el bolsillo y regresé al coche, donde Davin seguía plácidamente dormido en el asiento de copiloto. Llevábamos bastante rato parados en el arcén de la carretera y mi hijo ni tan siquiera se había dado cuenta de ello. Tal era el agotamiento que arrastraba que su sueño era muy profundo. Pobre.

Decidí dejarlo dormir hasta alcanzar el aparcamiento del hotel cinco horas después. Poco después, Davin se despertó al apagar el motor. El joven parpadeó, aún demasiado aturdido como para saber dónde estaba, y se frotó los ojos.

—¿Dónde...?

—Ya hemos llegado.

Marismas de Plata era un bonito pueblo asentado en una amplia llanura, a tan solo cincuenta kilómetros del Alce, uno de los montes más altos del norte. Se trataba de una población pequeña de edificios bajos de piedra y tejados de pizarra construido alrededor de tres bonitas marismas cuyas aguas, teñidas por la flora autóctona, tenían un llamativo color plateado. Parecía un lugar muy tranquilo, con los negocios situados en el centro de la localidad y varias urbanizaciones diseminadas por los alrededores, a pocos kilómetros de distancia.

—Bienvenidos al "Brisa" —exclamó la recepcionista a nuestra llegada—. ¿Son los señores Sumer y Valens?

—Los mismos —respondí—. ¿Tenéis nuestras habitaciones?

—Las tenemos.




Me di una ducha para entrar en calor. Las temperaturas en el norte eran bastante bajas y después de toda una noche metido en aquel diminuto coche que Davin había alquilado sentía los huesos doloridos. Me pasé media hora bajo los rayos de agua caliente, casi hirviendo. Después, algo más recompuesto, salí a la habitación. La estancia no era especialmente grande; el techo era bajo y la cama algo estrecha para alguien de mi constitución, pero no me importó. El mero hecho de poder tumbarme en el colchón y cerrar los ojos unos minutos fue tan reconfortante que parte de mis preocupaciones se disiparon.

Parte, no todas, claro.

Pasados cinco minutos, consciente de que hasta la caída de la noche no podría dormir, saqué el teléfono del bolsillo y comprobé si Lyenor me había escrito. La despedida de la noche anterior me había dejado preocupado, y ella lo sabía. Precisamente por ello, poco después me había mandado un mensaje acompañado de una fotografía.

—¿Damiel? —murmuré al verle en un autorretrato en compañía de Lyenor.

Me había enviado la imagen para que no me preocupase, pero no había surgido efecto. El que mi hijo hubiese acudido a su encuentro en mitad de la madrugada no era buena señal.

Busqué su número en la agenda y la llamé. No esperaba que me respondiera, así que no me sentí decepcionado ante su silencio. Conocía los horarios de Lyenor perfectamente, y aunque la mayoría de su Unidad a aquellas horas probablemente seguiría durmiendo, ella ya estaba en su oficina del Jardín de los Susurros, trabajando.

Hijos de la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora