Relato IX

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Hace varios años, durante un viaje de negocios a Birmingham, me atrapó una tormenta en medio del campo.
Era como si el cielo se estuviese cayendo, por suerte, mi sirviente vislumbró por entre la espesa cortina de agua una casona a lo lejos. Nos apresuramos en llegar, aunque el lodo del camino nos limitó el avance.
Mi acompañante golpeó la puerta, pero parecía que era solo una casa de verano abandonada durante la temporada invernal, por lo cual entramos por una pequeña puerta lateral abierta, supongo que para que la servidumbre entrase y saliese sin generar conflicto alguno.
La casa era enorme; caminamos hasta la sala y encendimos la chimenea para calentarnos un poco antes de buscar las habitaciones e irnos a dormir.
Por suerte había velas en los cuartos, así que encendí la que correspondía a mi habitación y, como suele pasar, el sueño me abandonó, por lo cual paseé mi mirada por los muros del cuarto, deteniéndome en uno en especial, un retrato ovalado que impresionaba por su realismo.
La mujer retratada era hermosa, de pelo oscuro y brillantes ojos verdes, una sonrisa dulce adornando sus labios, era casi como si fuese a salir de marco a saludarme.
Mi insomnio me obligó a buscar el pequeño mueble al lado de la cama algo con que distraerme un rato, encontrando un viejo libro.
Al hojearlo, me di cuenta que era un minucioso informe sobre cada obra de arte en la casa, con una bella reproducción y la historia de como había sido creada. Me detuve en la página donde figuraba el retrato ovalado que tanta fascinación despertaba en mí, decidiendo leer lo que allí se encontraba escrito.
«Era una hermosa mujer, tan hermosa como los amaneceres de primavera, graciosa y angelical, como si hubiese descendido de los cielos con la sola intención de respirar el mismo aire que nosotros. No menos bello era su espíritu, inocente, puro y frágil como una criatura del bosque, increíblemente dotada de fuerza y serenidad.
Mala fue la hora en que conoció al pintor de cabello azul, un hombre apasionado por su arte que la cautivó y enamoró sin darse cuenta. Ambos, para alegría de la joven, se casaron un tibio día de verano, él más cautivado con la belleza de los paisajes que la de su propia novia.
La mujer temía y odiaba el arte que la separaba de su marido semanas e, incluso, meses enteros, pues la pintura era peor que una amante caprichosa y su marido era demasiado despistado como para darse cuenta de los celos que su esposa sentía por la pasión que ponía en su trabajo.
Un día, la peor pesadilla de ella se hizo realidad, su amado quería inmortalizarla en un retrato. Ella, en vez de negarse, le pidió que fuese  la última pintura que hiciese y después se concentrara en ser feliz con ella, él, decidido a tener un si, aceptó.
Se encerraron en la parte más alta de una torre, la mujer sentándose en un banquillo delante de su esposo, mirando como él dibujaba el boceto y hablaba consigo mismo.
Cada tanto le daba un vistazo y la regañaba, diciéndole que no debía moverse de su lugar por ningún motivo o no podría trazar bien las líneas de la pintura que estaba realizando.
Ella hizo caso y se quedó estática como una estatua de cera.
Días y noches se quedaron en la torre, semanas y meses, donde solo se detenían para comer algo y beber un poco de agua, descansando lo mínimo para volver cada uno a su lugar. Pero después de tanto tiempo, el espíritu de la mujer comenzó a debilitarse, como la llama de un vela puesta en la ventana un día de tormenta y es que su marido no podía ver que cada pincelada que daba era un pequeño pedazo de vida que le quitaba a su mujer, tan obsesionado estaba con demostrar su arte y la belleza de su esposa que no se daba cuenta que la estaba matando.
Un día, el pintor sonrió, alzando su pincel para dar la última pincelada en los labios sonrojadas del retrato, arrancando el último trozo de alma de su mujer, quien cayó fría y muerta. Él se separó de su obra sin mirar a su esposa, sonriendo aún antes de ver bien la pintura, asustándose al ver lo realista que era, lo hermosa que era.
- ¡Realmente es la vida misma! – Dijo aterrado para luego observar lo que había provocado.
Su amor, su Noodle, había muerto.»
Terminé mi lectura con los ojos humedecidos, dándole un último vistazo a la pintura para luego dormir, esperanzado con que la tormenta ya hubiese terminado cuando despertase al día siguiente.”
- Esa fue mi historia. – Noodle sólo asintió, mirando las llamas de la velas bailar y crear formas por culpa de la respiración de ambos. – ¿Qué te pareció?
- Hermosa y muy…triste.
- Pues así es la vida, todo lo que amamos algún día desaparecerá. – Se puso de pie, yendo hasta un interruptor para ver si la energía eléctrica había vuelto. – Creo que esto ya no se soluciono.
- Podemos ir a dormir.
- No. – Se dio la vuelta para ver a la japonesa, sonriendo. – El cielo está despejado y no hay luz en las calles, podemos ir a ver las estrellas.
- Me gusta esa idea.
- Vamos. – Le tendió una mano, ella aceptando para quitarlo hasta el jardín y ver todas las estrellas que pudiesen.
Stuart sólo la miró, estando seguro que en esta vida el pintor no dejaría pasar la oportunidad de estar con su amor.
Su realidad, su vida.
Su Noodle.

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