Compromiso III

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- Pero padre, yo no quiero quedarme aquí.

- Tonterías, te quedarás solo por dos semanas para que conozcas a la buena mujer que elegí para ser tu esposa.

- ¿Cómo puedes pensar que en dos semanas podré conocer algo de ella?

- ¿Acaso no te pareció linda? ¿No quieres hablar un poco con ella además de las dos palabras que intercambiaron en la cena de compromiso?

- Si, es muy bonita, es más, podría decir que es hermosa, pero no quiero hablar con ella, no quiero saber que detrás de esa belleza se esconde un ser sin cerebro que es demasiado estúpida para comprender los avances de nuestra sociedad o una simple conversación.

- Hijo, no la subestimes, solo conócela y verás que tú y ella son más que compatibles.

- ¿Cuál es tu obsesión por verme infeliz? Si quisiera casarme, hubiese hecho a...

- Ni siquiera menciones su nombre. – El tono amable de la voz el padre de Stuart cambió a uno amargo, dolido. – Esa mujer ya ha causado demasiado daño como para que tú sigas con lo mismo, deberías entender que hay cosas que tan solo no deben darse.

- Como mi matrimonio.

- No, tú te casaras y verás como Noodle si es lo que necesitas.

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La mucama amarró el cabello de Noodle con un broche de bronce esmaltado en forma de flores de margarita, cepillando el resto que había quedado libre para luego formar con sus propias manos algunos bucles que daban un aspecto más infantil a la joven.

- Traerán el desayuno a su habitación. – Informó la mujer que la ataviaba. – Huevos, fruta, leche y algunos dulces recién hechos.

- Gracias, Lucy.

- Su padre me dijo que su prometido se quedará dos semanas para aprender a conocerla. – Terminó con el cabello para poder asegurarse de que el vestido estaba bien colocado, una sencilla pieza de lino y tul blancos. – Creo que quiere de verdad que su matrimonio salga adelante.

- Que bueno. – Dijo sin entusiasmo.

- Lo vi, es un muchacho muy bien parecido, aunque extraño de cierto modo, jamás había visto cabello azul ni ojos negros.

- Yo tampoco. – La mujer dejó de arreglar el aspecto de la joven, haciendo una reverencia antes de salir y dejarla sola.

Casi al instante llegaron dos mujeres más con la comida del desayuno, colocándola en una mesita al lado de la ventana, animando a Noodle a comer mientras ellas alisaban las sábanas y recogían la ropa sucia para lavarla ese mismo día.

Suspiró con desgano. Parecía que para sus sirvientes era motivo de dicha el al fin deshacerse de ella, pues con el matrimonio ella estaría obligada a vivir en otro lugar, con otras personas que no conocía.

Eso no le agradaba.

Con gesto resignado, se levantó de su lugar frente al espejo para ir a la mesita a comer un poco.

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Stuart revisó los títulos de los libros que llenaban la biblioteca de la casa Kyuzo, sacando alguno solo para devolverlo sin siquiera leerlo hasta que encontró uno cuya tapa estaba gastada por el uso.

- Frankenstein o el moderno Prometeo. – Leyó en voz alta.

- Si me hace el favor, quisiera que devolviese ese libro a su lugar. – Se giró para ver a su joven prometida mirarlo con el ceño fruncido.

- Discúlpeme, señorita Noodle, pero es mi libro favorito y me emocioné un poco al verlo aquí. – La joven avanzó un par de pasos hasta que estuvo al lado del hombre, quitándole el libro de las manos, regresándolo a su lugar.

- También es mi libro favorito, pero esta copia es especial. – Él notó la obvia diferencia de estaturas.

- ¿Por qué?

- Porque era la de mi madre. – Musitó suavemente. – Por eso no quiero que la toque, porque si no destruirá algo que aun me une a ella.

- Discúlpeme.

- No es su culpa, es mía por dejar esto a vista y paciencia de cualquiera, claro que ha de llamar la atención. – Miró hacia arriba, a los ojos oscuros de su prometido, quien solo la vio incómodo.

- Dispénsenme, me demoré en la cocina, pero sé que no han hecho nada malo. – El ama de llaves entró a la biblioteca, mirando a los dos jóvenes que se separaron casi de inmediato, Noodle dejándose caer en un diván con un libro de Jane Austen, aunque los escritos de la mujer le repulsaban, Stuart la imitó, alcanzando una copia de Canción de Navidad de Charles Dickens, sentándose en un sofá mientras que el ama de llaves se sentaba en otro sofá con una bolsa de tela en las manos, sacando unas agujas de tejer y lana.

No se podía dejar sola a la pareja, por muy comprometida que estuviese.

De vez en cuando, Stuart le daba un vistazo a su novia, quien pasaba las hojas de forma despreocupada.

No era lo que esperaría de una mujer que luciese tan banal.

Quizá estaba equivocado con su novio.

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