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―Así que él es Albafica ―Perséfone le miró con una sonrisa.

Tímido, él se ocultó entre el cabello y el casco de Agasha.

―Lo recuerdo más... alto.

―El Bosque le hizo esto, dejémoslo así, por favor.

―De acuerdo —alzó los hombros—, si eso quieres.

Al entrar admiraron un hermoso palacio al estilo gótico. Lámparas de araña estaban colgando con pequeñas esferas de luz. Velas en cada esquina. Cortinas impecables y blancas en las ventanas. El piso incluso era de una extraña piedra lisa que Agasha jamás había visto.

―Estamos en mi palacio, mío, no de esa cosa a la que debo llamar "esposo" ―informó Perséfone―. De aquí tomarás un elevador a los Calabozos Profundos. En las últimas celdas, encontrarás a Érebo. Si logras sacarlo, entonces habrás completado tu segunda misión. Admito que has superado las expectativas que todos teníamos en ti. Muy bien ―le dijo mirándola por encima del hombro.

Sintiendo falsedad en esas palabras, Agasha suspiró, dejando que Albafica bajase de su espalda y caminase a su lado en profundo silencio. Ella estaba segura de que él estaba prestando atención a lo que decían.

―Tengo una pregunta.

―Dímela.

―¿Es posible sacar a Albafica de aquí ahora?

―Él puede ir contigo.

Agasha se alteró.

―¡No voy a exponerlo al peligro! Quiero sacarlo de aquí.

―Oye ―masculló Albafica sintiéndose menos por el tono que Agasha usaba para referirse a él.

―Agasha, lamento decirte que Albafica debe irse contigo para salir. Sin ti, él no puede abandonar el Inframundo. Y veo que le diste mi manta, pero creo que ya no es necesaria.

De un chasquido, la manta se transformó en un pantalón negro a su medida y una playera blanca de manga larga. Su cabello azulado fue amarrado en una trenza que caía por su espalda y sobre sus pies se formó un calzado apropiado.

―Gr-gracias ―masculló Albafica por la ropa.

―No te preocupes, pequeño. Los niños no están en mi menú.

―¿En tu qué? —inocentemente la miró.

Perséfone suspiró.

―En verdad no recuerda nada ―le dijo a Agasha―. Si te hubieses tardado un poco más hubieses llegado sólo para recoger algo de madera.

Agradeciendo inmensamente al destino por haber llegado antes de que eso ocurriese, Agasha no respondió a eso.

―Dime dónde está Érebo.

―Ya te lo dije ―caminaron por unas enormes escaleras y un largo pasillo hasta entrar a una cámara con una sola puerta al fondo―. Ese es el elevador. Cuando entres a la cámara, las puertas se cerraran, y el elevador te llevará ipso facto a los Calabozos Profundos.

No confiando del todo en la palabra de la diosa, Agasha caminó junto a ella.

El pequeño Albafica por su lado, se mantuvo callado y pensante. Dedujo erróneamente que el hombre del que la chica le había hablado hace unos minutos, no era él mismo (lógicamente) sino ese tal Érebo.

En su cabecita eso tenía mucho sentido, pues para iniciar él (con o sin memoria) no tendría modo de saber que Agasha buscaría también a petición de la diosa Nyx al esposo de ésta, quién se hallaba encarcelado desde hace muchos años por el mismo Hades en lo más profundo de su reino, en el palacio de Perséfone.

El pobre chico confundido ni siquiera recordaba que Érebo era un dios, uno que, según la leyenda, cometió el error de inmiscuirse en la guerra que el dios del Inframundo sostenía contra Athena. Lo único que el infante sabía era que Agasha buscaba a un hombre especial para ella sin siquiera imaginarse que ya lo había hallado y que era éste hombre el que pensaba erróneamente que ella quería a alguien más.

Agasha no lo sabía, pero tenía en sus espaldas a un niño que se sentía agradecido y cómodo con ella. Un joven aprendiz de caballero que incluso dejó de pensar en lo que antes le había sucedido con aquellas malas mujeres que le hicieron mucho daño aprovechándose de su debilidad, para más tarde despertar en ese extraño bosque que no conocía de nada.

Él aún se sentía débil, quizás era porque lo que sea que tomó antes de ingresar a la habitación le anuló su fuerza o algo así. ¿El señor Ilias de Leo sabría que ese té que le dio a beber hacía tal cosa? Sea como sea, menos mal que pudo encender su cosmos cuando la criatura horrible del Mar de Sangre lo atrapara. No soportaría ser una carga.

Lo que lo intrigaba era esa mujer que lo protegía sin siquiera conocerse mutuamente

¿Por qué lo hacía?

¿Y por qué la primera vez que se ellos vieron ella lo llamó "señor"?

Albafica pensó y pensó. Ella dijo que él le recordaba a alguien... ¿será a ese tipo llamado Érebo?

―¿Algún truco o un perro de mil cabeza que deba esperar? ―preguntó Agasha a Perséfone siendo totalmente ignorante de los pensamientos alborotados de Albafica.

―Vas a una prisión donde todos sus buenos habitantes fueron encarcelados por Hades, ¿qué te piensas tú que vas a encontrar allá abajo?

―Tiene razón —aceptó Agasha.

Ambas se detuvieron justo enfrente de la puerta solitaria de metal oscuro y grabados complicados para la vista de Agasha. Esa puerta que ella debía atravesar sola.

Confiando en su éxito, Agasha se giró hacia Albafica para mirarlo a los ojos. El pequeño se sintió cohibido ante ella. Los ojos verdes de Agasha le parecieron bellos, pero se sintió tímido para decírselo.

―¿Podrías esperarme aquí? Volveré pronto ―llevó una de sus manos protegidas por la armadura a la mejilla del pequeño.

Aún con la armadura interponiéndose, Albafica sintió el calor de su palma. Apresó su mano con la suya y negó con la cabeza.

―No puedes ir sola ―dijo dispuesto a servir incluso de carnada con tal de ayudarla. Justo como ella había hecho con él horas atrás.

El niño se sentía en una deuda eterna con ella además de que la chica le trasmitía un sentimiento que no había conocido y por ende no podría describirlo. Sólo sabía que su corazón latía fuerte por pensar en que la mujer podría morir.

―Debo ir sola ―lo detuvo Agasha―, es mi prueba.

¿Para qué? ¿Para salvar a ese tipo?

―¿Es necesario?

En realidad, iba a preguntar: ¿tanto lo extrañas? Pero no tuvo las agallas.

―Sí ―suspiró Agasha causándole un débil pinchazo a su pequeño corazón.

La única mujer que lo tocaba, que le sonreía y con la que bromeaba como si fuesen amigos de toda la vida... después del infierno que pasó, ella llegó como un ángel, y como uno se iba de su lado para salvar a alguien más.

―¿Ya no te volveré a ver? ―masculló tratando de no sonar débil. Era ilógico que se sintiese así ante la posibilidad de que esta fuese la última vez que pudiese sentir su toque.

Perséfone, que estaba cruzada de brazos y expectante con una mirada impaciente, suspiró con enfado.

Perséfone, que estaba cruzada de brazos y expectante con una mirada impaciente, suspiró con enfado

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𝑀𝑖𝑙𝑎𝑔𝑟𝑜𝑠𝑎 𝑷𝒊𝒆𝒅𝒂𝒅  | 🔞 |【 Dэcяэтos Diviиos Ⅰ 】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora