CAPÍTULO 45

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Faith.

Miro a la doctora Aylin un poco preocupada y me retuerzo los dedos. Ya hemos llegado casi al final de la sesión de hoy y básicamente hemos hablado de mis temores y de cómo estoy llevando mis citas con Can y qué expectativas tengo.
     -Entonces… ¿es normal que esté nerviosa por ir a su casa? – le vuelvo a preguntar.
     -¡Claro que sí, Faith! – contesta, colocándose las gafas de nuevo y dedicándome una sonrisa tierna -. Llevas mucho tiempo sin ir allí y es normal que sientas ansiedad por todos los recuerdos y las sensaciones que hay en esa casa – me repite -. Incluso sería normal que te sintieras mal estando allí, pero pasará cuando vuelvas a verlo como algo normal y habitual en tu vida.
     Asiento, comprendiendo sus palabras.
Aylin apunta algo en su libreta y se quita las gafas para mirarme. Agita el bolígrafo en su mano con las uñas pintadas de rojo.
     -¿Qué te parece vernos una vez a la semana? Yo creo que es lo más ideal. Estás en la etapa final y te veo mucho mejor. Y, además, creo que si ocurriera algo sabrías afrontarlo mucho mejor con lo que has aprendido en estos meses – dice.
     Sí, yo también lo creo. Me siento mucho mejor, apenas lloro, no tengo pesadillas y rara vez me tomo las pastillas para dormir. Y me siento mucho más fuerte. No sé si sería capaz de afrontar de nuevo algo como lo que ocurrió, pero creo que sabría cómo actuar.
     -Sí, creo que es una buena idea – respondo.
     -Estupendo. De todas formas, si necesitaras volver dos veces a la semana, sólo tienes que llamarme.
     Asiento. Apunta algo más en su cuaderno y, cuando terminamos, me desea una feliz cena con Can y se despide de mí con dos besos en las mejillas, recordándome que nos veremos el viernes que viene ya.
     Salgo de la consulta y tomo un taxi lo más rápido que puedo para no empaparme. Tal y como dijo Can, el tiempo estos días es un asco y hoy está lloviendo a mares. He venido desde el restaurante y ahora voy a casa para darme una ducha y cambiarme. He quedado con Can a las nueve en su casa, así que tengo que darme un poco de prisa.
     Saludo a mi madre rápidamente al llegar y subo las escaleras corriendo con Sam detrás. Me meto en el baño y me desvisto a toda prisa para ducharme y lavarme el pelo. Salgo del baño con una toalla alrededor del cuerpo y corro a mi habitación con cuidado de no resbalarme para sacar la ropa y vestirme para dejar de pasar frío. Saco unas medias de color carne, un vestido verde y marrón, el mismo que me puse la noche que Can y yo salimos en Nápoles con Enrico y Mariella, un cinturón ancho marrón y unas botas.
     Enrico y Mariella… hace mucho que no hablo con ellos. Me llamaron unas cuantas veces cuando se enteraron de que Can se había ido y querían saber cómo estaba, pero hace tiempo que no hablo con ninguno de los dos.
     Me visto, me cepillo el pelo y me echo un poco de espuma para no parecer Mufasa y me seco un poco con el secador para que mis rizos queden más definidos. Luego me maquillo con tonos marrones y me pongo un pintalabios marrón oscuro en los labios. Me echo un poco de perfume y me recoloco las gafas.
     <<Lista>>, pienso, respirando hondo.
     -¿Qué tal estoy, Sam? – le pregunto a mi labrador color chocolate.
     Sam levanta la cabeza y ladra de forma afirmativa. Yo me acerco para acariciarle la cabeza y cojo mi bolso para salir del cuarto. Puesto que mi padre aún no ha llegado del trabajo, me despido de mi madre con un beso en la mejilla y me dice que lo pase bien. Me coloco las botas, me pongo mi gabardina de cuero negra, y cojo un paraguas y salgo de casa.
     Cojo un taxi y le doy la dirección de la casa de Can al conductor. Durante el camino, me retuerzo los dedos, nerviosa, diciéndome que no pasa nada, que es normal que esté ansiosa, que se me pasará cuando llegue y le vea. Cuando el taxista gira a la derecha y entramos en su barrio, los nervios aumentan y siento que se me hacen bola en el estómago, y cuando detiene el coche justo en la puerta, necesito tomar aire un par de veces antes de sacar el dinero para pagarle.
     Abro el paraguas antes de salir del coche y cierro la puerta. El taxi acelera y sale de allí y yo me quedo mirando la fachada, con el corazón a doscientos, las manos sudando y la lluvia cayendo con fuerza sobre el paraguas.
     <<Vamos, Faith, entra>>, me dice mi subconsciente, animándome.
     Tomo aire profundamente, cerrando los ojos, y trago saliva, antes de avanzar unos pasos y abrir la puerta de la entrada. Camino por primera vez en muchos meses por el pasillo de losas grises y subo el escalón que hay antes de la puerta de la casa, ya cubierto por un pequeño tejado. Cierro el paraguas y vuelvo a respirar hondo.
     <<Relájate, es normal que te sientas así, Faith. Venga, tú puedes>>, me repito una y otra vez.
     Levanto la mano y pulso el timbre con suma lentitud, haciéndolo sonar. La lluvia cae en el suelo y resuena en el tejado y me abrazo a mí misma para soportar el frío. Segundos después, la puerta de la casa se abre y aparece Can, impresionantemente guapo, vestido con un pantalón gris, una camiseta blanca, una chaqueta también gris y unos deportes blancos. Tiene el pelo recogido, los collares sobre la camiseta y anillos y pulseras adornan sus grandes y preciosas manos.
     <<Está guapísimo…>>, pienso, sintiendo que el corazón se me sale del pecho.
     -Hola – saludo, un poco entrecortada.
     -Bienvenida – sonríe Can.
     -Gracias – murmuro.
     -Pasa, te vas a congelar aquí fuera – se hace a un lado.
     Esbozo una media sonrisa y doy un paso adelante, entrando en la casa. Can me da un beso en la mejilla y cierra la puerta cuando entro, me ayuda a quitarme la gabardina y la cuelga en el perchero. El calor de la calefacción me da de lleno y mi cuerpo entra en calor.
     -¿Tienes hambre? – me pregunta, mientras caminamos por el pasillo hasta el salón.
     Pisar la casa después de tanto tiempo parece irreal. El suelo, las paredes claras, los cuadros, las puertas, cada rincón, el olor…
     -La verdad es que sí – respondo, intentando no hacerle caso a mis nervios.
     Llegamos al salón y suelto mi bolso sobre el sofá de piel, ese en el que me tumbaba junto a Can a ver película, a charlar o simplemente a abrazarnos. Incluso me hizo el amor innumerables veces en él cuando estábamos solos.
     Levanto la mirada y veo la mesa del comedor. Hay platos, cubiertos, servilletas de tela burdeos, velas y una bandeja con canapés, queso, fruta… Está todo precioso.
     -Vaya, qué bonito – murmuro, mirando la mesa con una sonrisa.
     -La ocasión lo merece – le escucho decir a mi espalda -. Estás preciosa, Faith – se coloca delante de mí y me mira de arriba abajo con los ojos cargados de puro amor y una alta dosis de deseo.
     La piel se me eriza ante su mirada y el tono bajo y emocionado de sus palabras, y siento que el sonrojo sube por mi cuello hasta mis mejillas. Me encojo un poco y me toco el pelo rizado para disimular.
     -Tú… también estás muy guapo – tartamudeo.
     Una preciosa sonrisa se forma en sus labios y sus ojos se iluminan como dos fuegos artificiales. Es tan malditamente guapo que duele mirarlo. Siempre ha sido y será el hombre más atractivo que he visto.
     Ambos nos miramos fijamente sin pestañear siquiera y justo cuando Can va a hablar, un pitido nos sorprende. Es el horno, reconozco el sonido. He cocinado cientos de veces en él como para no recordar cómo suena.
     -Voy a por la cena. Tú siéntate tranquila, que yo me encargo de todo – me dice.
     Can se inclina y me da un beso en la frente para luego sonreírme y caminar hasta el final del pasillo y girar a la izquierda para entrar en la cocina. Yo me acerco a la mesa para coger un trozo de queso de la bandeja. Un delicioso olor a pescado al horno me llega y no puedo evitar caminar hasta la cocina para mirar qué está haciendo Can.
     Me apoyo en la pared y le miro sacar una bandeja del horno con lo parece que es pescado al horno con patatas en rodajas. Huele a naranja. Y creo que es dorada, mi pescado favorito. Deja la bandeja en la encimera y saca dos platos de la alacena para apartar los trozos de pescado y las patatas.
     -Creí haberte dicho que te pusieras cómoda – dice, aún de espaldas.
     Siempre ha tenido esa habilidad de saber cuando estás cerca sin mirarte. A mí me pasa lo mismo con él.
     -Y yo creo que me conoces lo suficiente como para saber que no me puedo resistir a una cocina – contesto -. ¿Te ayudo con algo?
     Can gira la cabeza y me mira.
     -Lleva los platos, si quieres – me dice -. Yo voy a coger vino. ¿Te apetece?
     -Vale – respondo.
     Can coge los dos platos y me los da para que los lleve a la mesa mientras él coge una botella de vino de la vinoteca que hay a un lado de la cocina. Yo coloco los platos encima de la mesa y me siento en una de las sillas para esperarle. Mientras lo hago, observo el salón. Los sillones, la televisión, la mesa de cristal delante del sofá, los enormes ventanales que dan al jardín y desde los que se ve la lluvia torrencial…
     -Ya estoy aquí – la voz de Can me saca de mis pensamientos justo cuando empiezo a sentir esos nervios.
     Le veo sentarse en la silla libre y nos sirve un poco de vino a ambos, antes de dejar la botella encima de la mesa y mirarme. Yo le dedico una pequeña sonrisa y él me acaricia la mejilla con el pulgar, sonriendo con los ojos iluminados.
     -Prueba a ver qué tal me ha quedado – me pide, señalando el plato.
     -Seguro que de diez. Cocinas muy bien – cojo el tenedor y pincho un trozo de dorada y me lo llevo a la boca -. Mmm… está buenísimo, Can – halago.
     El pescado está en su punto justo, las patatas están maravillosas y la salsa de naranja que Can prepara está exquisita, como siempre.
     -Sé que la dorada es tu pescado favorito y pensé que te gustaría comerla – dice, cogiendo su tenedor.
     -Pues sí. Hace mucho que no la comía – hablo, pinchando otro trozo.
     -Joder, sí que me ha quedado bueno – menciona cuando empieza a comer él -. Bueno, he tenido una gran profesora también.
     La mirada que me dedica me eriza la piel y vuelvo a sonrojarme de nuevo.
     -Ya cocinabas bien antes de conocerme, Can – digo yo.
     -Pero no me gustaba tanto cocinar como ahora – añade él -. ¿Brindamos? – suelta el tenedor y coge su copa.
     Asiento y cojo la mía.
     -¿Por qué brindamos? – le pregunto.
     Ambos nos miramos a los ojos y él sonríe antes de inclinarse hacia delante y apoyar el codo en la mesa.
     -Porque nada nos vuelva a separar nunca jamás – dice.
     Sonrío. Choco mi copa suavemente con su copa y ambos bebemos un sorbo.
     A mi mente vuelve el día que vine a confesarle mi amor y cenamos juntos en el jardín. Y brindamos por pasar toda la vida juntos.
     -¿Te has acordado? – me pregunta al ver mi sonrisa.
     -Sí – asiento -. El día que empezamos a salir también brindamos.
     -Fue el mejor día de mi vida – me dice, mirándome con amor.
     -El mío también – respondo, mirándole del mismo modo.
     Can agarra mi mano por encima de la mesa y se la lleva a los labios para darle un suave beso, que hace que un calambre me recorra la mano hasta el hombro y que el corazón se me acelere.
     Durante el resto del tiempo, nos terminamos el pescado y la bandeja de entrantes que ha preparado, a cual más delicioso. Los canapés de patés y mermeladas están buenísimos, los quesos están increíbles y mezclar un trocito de fruta con la comida es delicioso. Hablamos sobre la boda de Engin y Gamze y me cuenta que ha estado mirando lo que ponerse con los chicos y yo le digo que he sacado el vestido amarillo que compré del armario para que no se arrugue más. También me pregunta por mis padres y por mi sesión de terapia de esta tarde y yo le contesto que mis padres ya han aceptado que estemos arreglándolo y que mi terapia con Aylin va cada vez mejor y que ya sólo iré una vez a la semana, cosa que le hace sonreír. Yo me intereso por su trabajo y me comenta que en un par de meses saldrá la revista del National Geographic para la que hizo el reportaje de Tailandia y que está negociando otras fotos para un refugio de reptiles a las afueras de Estambul.
     -¿Quieres probar el postre? – me pregunta cuando dejamos los platos limpios.
     Me termino la segunda copa de vino.
     -Prefiero esperar un poco – respondo -. Ahora mismo no me entra ni una gota de agua.
     Can suelta una risa.
     -En ese caso… ¿quieres bailar un poco? Así bajamos la comida y abrimos sitio al postre, que si sabe igual de bien que se ve, me ha tenido que quedar de muerte.
     Se levanta de la silla y camina hasta el equipo de música para encenderlo, poner un disco y elegir la canción que quiere. Los acordes de Ay Tenli Kadin empiezan a sonar y a mí se me acelera el pulso aún más. Esta es nuestra canción turca favorita, la que hemos escuchado, cantado y bailado cientos de veces juntos. No la escucho desde que se fue.
     Can se acerca a mí y me tiende la mano, mirándome con esos ojazos oscuros y brillantes, atravesando mi piel y mi alma.
     Miro su mano extendida y sonrío antes de colocar la mía sobre la suya y levantarme de la silla.
     Can y yo caminamos hasta el centro del salón y coloca mis manos alrededor de su cuello para luego rodear mi cintura con los suyos y acercarme a su cuerpo. Nos miramos a los ojos y empezamos a balancearnos al ritmo de la canción, sintiendo cada una de las palabras. Nos mecemos a un lado y al otro y los dedos de Can acarician mi cintura con suaves toques, mientras yo me pierdo en su mirada.
     Apoyo la cabeza en su hombro y él me besa el pelo con cariño. Los recuerdos de miles de momentos vividos entre estas paredes vienen a mi cabeza: las tardes viendo series y películas en el sofá, los días en la piscina, las horas en la cocina preparando multitud de cosas que a mí se me ocurrían o que Can quería que le enseñara, las persecuciones por la casa entre risas, los desayunos, almuerzos y cenas entre besos, las noches abrazados o en vela haciendo el amor, las conversaciones sobre cualquier tema, los besos, los abrazos, los miles de ‘te quiero’ que nos hemos dicho, las duchas juntos, los baños, los días en que nos lavábamos el pelo el uno al otro, las tardes en pandilla cantando y tocando la guitarra en el jardín, las mañanas viéndole hacer deporte… Y, no sé si es a causa del vino o simplemente porque llevo toda la noche evitándolo, pero las lágrimas se agolpan en mis párpados ante tantos recuerdos y la opresión de mi pecho empieza a crecer con fuerza.
     Las lágrimas caen de mis ojos, resbalando por mis mejillas y lucho por no romperme del todo para que Can no se dé cuenta. No quiero que me vea llorar de nuevo. Aprieto los labios y cierro los ojos con fuerza.
     Para mi desgracia, Can es demasiado listo y me conoce mejor que nadie. Así que se da cuenta de inmediato de que me pasa algo. Detiene nuestros movimientos y me agarra la cara con las manos para que le mire. Al verme llorar, sus ojos se llenan de urgencia y preocupación. No sé por qué, pero duele pensar en lo maravilloso que era todo y cómo se fue a la mierda.
     -¿Qué te pasa, cariño? ¿Por qué lloras así? – me pregunta con el ceño fruncido por la preocupación.
     Niego con la cabeza.
     -Es que… - sollozo – son demasiado…recuerdos de golpe – tartamudeo -. ¿Me das un minuto? – le pido entre lágrimas.
     Can asiente sin pensárselo dos veces y yo me separo de él para caminar hasta la cristalera que da al jardín. Agarro la manilla y deslizo el cristal hacia la derecha para abrirlo. Salgo al porche cubierto y me detengo justo cuando el frío me da de lleno y el agua de la lluvia me salpica. Cierro los ojos y dejo que todo salga.

VOLVER A TI (YSETE 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora