Epílogo

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Herodes

Tres años atrás.

Por más que busco hundirme en la oscuridad, esa que me vuelve un ser frío e insensible, no puedo.

Las sumisas, el ambiente dominante, el olor a cuero, aceite, sexo, las mujeres buscando obtener de mí lo que no he podido darles estos días en los que el reposo lo he incumplido, tratando de distraer mi mente. Pero es imposible, mi cabeza está en otro lado.

Mi pecho no ha dejado de doler. Esas imágenes no se van, tampoco el asfixiante recuerdo que se grabó en mis pupilas para que cada vez que cierre los ojos, vuelva a desgarrarme por dentro.

—Debes descansar. Ya después podremos viajar a Sicilia para pasarla bien en incógnito —me dice Dwayne por tercera vez.

Me paso las manos por el cabello, llenándome el vaso nuevamente con licor. La cabeza me duele, las pastillas no surten efecto y tampoco consigo dormir desde hace 5 días, esos que llevo aquí en Montreal.

—Puedo mandar a traer a Dévora o a Savannah. Hace mucho que no te veo con ellas. Parece que olvidaste tu vida de dominante...

—No necesito a nadie —lo corto— Sal de aquí y déjame solo. Tu presencia me empeora.

—Deberías agradecer que llevo días aquí al pendiente de tu salud. Pero eres tan terco que ni siquiera permites que te revise algún médico.

—Para los sermones. Que no se te olvide con quién estás hablando —espeto.

—Con mi hijo. En este momento te veo solo así.

—Eres patético haciendo la faceta de padre preocupado —burlo— No te queda el papel. Tampoco te estoy tomando en cuenta. Ve a hacer algo productivo.

—¿Para qué? ¿Para que sigas bebiendo y trabajando hasta que vuelvan tus secuelas de ansiedad?. Eso no es muy alpha de tu parte.

—¡Lárgate de una vez!

Cierra los ojos, respirando hondo pero no le queda más remedio que acatar mi orden.

El vaso lo estrello en el suelo, soltando un grito que estremece mis cuerdas vocales, empeorando el dolor de cabeza.

Dimitri se asusta, alejándose, como si temiera que le hiciera algo.

No soy el único que he estado insoportable. Él también. Muchas veces lo he pillado yendo a las habitaciones de la parte trasera de la casa, una en específico, esa en donde dormía...

Llega la dificultad para respirar, las manos tiemblan y me es imposible controlarme porque duele, duele y quema la rapidez con la que mi corazón bombea hasta hacerme doler la garganta y arder la nariz. Sintiéndome impotente, dolido, martirizado.

Estoy en un estado patético. Nunca me había pasado algo así. Es la primera vez que me desestabilizo de tal forma, todo porque el maldito destino me derribó el pilar más fuerte, volviendo añicos hasta los cimientos en donde podía construir uno más firmes.

—¡No eres el único que la extraña! —le grito al perro, soltando lo que tenía atorado en la garganta desde hace horas— ¡No eres el único que la necesita y anhela! ¡Se llevó todo de mí y de ella!

Se aflige, bajando las orejas hasta hacerse pequeño en el suelo porque mi actitud solo lo pone peor. Pero creo que yo estoy más afectado que él.

—¿Crees que no me dolió escuchar que ya no es ella? —no me importa si me veo ridículo al hablar con un perro— ¡Que ya no es la misma Adler!

ARMAGEDÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora