3er libro

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Capitulo 14


—¿Se encuentra bien la comandante?—Claro que sí —respondió Stark automáticamente, observando cómo la puerta se cerraba tras Britt.Renée Savard, sentada al borde de la estrecha cama de hospital, arqueó una ceja. Su piel había recuperado el brillo y sus ojos volvían a ser penetrantes. Tal vez el golpe en la frente o la herida de bala en el hombro le doliesen, pero no lo manifestaba. Estaba impresionante incluso con el informe y ajado camisón del hospital.—La comandante se llevó una buena sacudida en la explosión —admitió Stark con cierto nerviosismo—. ¿Por qué?—Parece cansada, nada más. Supongo que no estoy acostumbrada a verla así. —Los ojos marrones de Renée observaron el rostro de la agente, que no paraba de moverse en torno a la cama, obviamente incómoda al hablar de su jefa. Se fijó en las ojeras que hendían la piel lisa de Paula y comprendió que todos habían sufrido una sacudida en las semanas anteriores. Preguntó con ternura— ¿Y tú qué tal? ¿Te encuentras bien?—Sí. Aunque esto me está sacando de quicio. Me siento igual que cuando apareció Loverboy. Como si ocurriese algo malo y yo no viese más que humo y espejos.—No pasará nada —aseguró la agente del FBI en tono sereno—, porque procuraremos que así sea.Stark sonrió y le pareció que se aligeraba el peso que sentía sobre los hombros.—Tienes toda la razón.—Hay que tener agallas para venir aquí y enseñarme esa foto.—Ella nunca se esconde.—Sin embargo, soy del FBI —señaló Savard—. Tal y como están las cosas, podría enviar esto directamente a un subdirector y la empapelarían antes de acabar el día.—Sí, como si no nos pudiesen empapelar a todos —repuso Stark de mal humor—. Doyle investigó a todo el equipo de seguridad cuando se constituyó el grupo.—Ya conozco esa mierda —dijo Savard—, pero se trata sólo del procedimiento estándar.—Sí, claro, pero ser sospechosa no me provoca ganas de colaborar con la Agencia.—¿Y yo qué? —Por primera vez, había preocupación en los ojos de Renée—. ¿Confías en mí?—¡Naturalmente! —La expresión de Stark se suavizó—. Lo siento... Sé que lo que ocurrió con el grupo operativo no tenía nada que ver contigo.Savard sonrió de nuevo.—Así queda claro lo que hay entre nosotros.—Como el cristal —afirmó Stark—. ¿Crees que podrás ayudarnos? No quiero que te veas atrapada en medio de este asunto. Podrías perder el trabajo.—No hay problema. Conozco a un tipo del laboratorio que hará las cosas sin preguntar. Tiene tanto de ratón de laboratorio que seguramente ni siquiera sabe quién es Pierce. No creo que establezca una relación a partir de la foto del bar.—¿Es bueno?—Si hay algo que encontrar, lo encontrará.—Estupendo, porque necesitamos algo. —Stark suspiró—. En este momento no sabemos un carajo.—Ganará un poco de tiempo —comentó Savard con cautela—, pero la comandante no podrá taparlo para siempre. Tarde o temprano sabes que trascenderá algo.Stark se quedó callada, dividida entre el deseo de compartir sus preocupaciones y la lealtad a la intimidad de la comandante.—Vi la foto del periódico anoche —continuó Savard en tono desenfadado—. La de Santana López con su misterioso amante.—Sí, todo el equipo es muy popular con la cámara indiscreta últimamente.—Era Pierce quien estaba con ella, ¿verdad?Stark dudó otra vez.—Paula, cualquiera que tenga ojos puede ver lo que ocurre entre ellas. Sabes muy bien que no me importa. ¿Por qué iba a importarme? Es cosa suya.—Sí. —Stark no pudo disimular un asomo de amargura—. Debería serlo, pero dejando a un lado todo lo demás, si tenemos en cuenta que se trata de la hija del presidente y de la comandante de su equipo de seguridad, resulta complicado.—Complicado. Sí, estoy de acuerdo contigo. Pero aún así no le importa a nadie. Es cosa suya salvar las complicaciones.—Ojalá puedan —dijo Stark con fervor. Estaba en el equipo de Egret desde el primer día, y mientras Ellen Grant no fue destinada al mismo, había sido la única mujer. Había seguido a la hija del presidente en bares y la había vigilado en fiestas, viéndola en numerosas relaciones de una noche y asuntos peligrosos hasta que apareció la comandante. En aquel momento todo era distinto. Mejor.Savard sonrió al reparar en que la preocupación nublaba los ojos de Stark.—Eres un encanto, ¿nunca te lo he dicho?—Puede que sí. —Stark sonrió.—No les pasará nada.—Claro, ya lo sé. —Stark enderezó los hombros, decidida a ocultar su preocupación—. Me alegro de que no te haya molestado que sugiriese tu ayuda. No sabía que la comandante quería informarte en persona.Savard cogió la mano de Stark, la acarició, y luego sus dedos se entrelazaron.—Has hecho bien. Me gusta que pensaras en mí.—Pienso en ti continuamente. —Stark se puso colorada, pero habló con voz firme y miró a Savard sin parpadear.—Estupendo. Entonces, voy a vestirme para que puedas llevarme a casa. —Savard cogió la ropa que estaba sobre la cama. Metió las piernas en los pantalones con mucho cuidado y se colocó al lado de la cama, frunciendo el entrecejo mientras discurría cómo abotonarse y subir la cremallera con una sola mano. Tenía el brazo izquierdo sujeto sobre el pecho con un cabestrillo.—Uf... Creo que voy a necesitar ayuda. Lo siento.—No hay problema —dijo Stark con toda naturalidad, y se adelantó para subir la cremallera de los pantalones de Renée, procurando no tocar la piel firme y lisa del abdomen mientras la agente del FBI se quitaba el camisón del hospital con la mano sana. A continuación, le abrochó el botón de la cintura y le buscó la camisa.Renée metió un dedo en el cinturón de Stark y la atrajo hacia sí.—Ahora debería decir algo ingenioso sobre lo mucho que me apetece que me desvistas.Stark se puso colorada y cogió el polo azul oscuro que estaba sobre la cama. Mientras lo sostenía, dijo: —Toma. Supongo que tendremos que quitar el cabestrillo para ponerte esto. —Frunció el entrecejo—. ¿Te encuentras bien? No quiero hacerte daño.—No puedo levantar el brazo. Creo que tendré que ponerme algo con botones. ¿Hay algo así en la bolsa?Stark revisó el contenido de la bolsa deportiva que la hermana de Renée le había llevado.—No. Todo es de meter por la cabeza.—Vaya, no tengo intención de salir de aquí en camisón ni de quedarme un minuto más de lo necesario. —Savard se calló, y luego sonrió con ojos chispeantes—. Eres de mi talla. Dame tu camisa.—¡Mi camisa!—Tiene botones, que es lo fundamental. Puedes ponerte mi polo.—Me quedará pequeño —se quejó Stark.—Llevas chaqueta. Te sentará bien. Venga, dame la camisa.—Hay otro problema. —Stark se ruborizó de nuevo.—Paula, trabajo principalmente con hombres. En la academia del FBI mis compañeros eran hombres en un noventa por ciento. Un poco de sudor, sobre todo tuyo, no me va a escandalizar.—No es eso —dijo Stark muy rígida—. Es que... no llevo nada debajo.—Mejor. Una camisa y una sorpresa. —Renée se rió al ver la expresión de Stark—. Quítate la chaqueta y dame la maldita camisa. Quiero salir de aquí; y ni se te ocurra pedirme que cierre los ojos.Stark se quitó la chaqueta y soltó la camisa azul pálida de cuello abierto sobre la cinturilla del pantalón negro. Llevaba la pistola en el lado derecho del pantalón y sostuvo la pistolera con una mano mientras con la otra desabotonaba lentamente la camisa.—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Savard con fingida inocencia.—Sólo tienes una mano, ¿recuerdas? —Stark sonreía. Le gustaba ver cómo se dilataban los ojos de Savard a medida que la tela que cubría sus pechos se separaba al desabotonar la camisa.—Te sorprendería lo que puedo hacer con una mano si tengo un buen estímulo —Renée habló en tono más grave, casi ronco. Estiró la mano, y Paula se apartó.—Ya está.—Creí que confiabas en mí —bromeó Renée, sin apartar los ojos del musculoso torso y de los pechos pequeños y firmes, casi completamente desnudos.—En ti, sí. En quien no confío es en mí.—Yo sí —susurró Renée, se acercó y besó a Paula en la boca. Saboreó el suave labio inferior que exploraba sus labios y el leve contacto de los pechos contra los suyos. Era muy fácil perderse en brazos de Paula Stark. Remató el beso con un suspiro, mezcla de placer y pena—. Es hora de irse.—Tengo que trabajar esta noche —logró decir Stark con la garganta seca. Le dio la camisa a Renée, sin importarle su desnudez. Le ardía la piel y lo único que quería era el fresco roce de los dedos de Renée—. Lo siento.Savard sacudió la cabeza y cogió la camisa.—¿Hasta cuándo?—Hasta medianoche.—Dormiré una siesta. —Savard le lanzó el polo—. Puedes devolvérmelo cuando salgas de trabajar.Stark sonrió.—Entendido.Poco después de que Britt se marchase, Santana dejó a un lado la paleta y los pinceles y se lavó las manos en el fregadero empotrado en el rincón del loft que utilizaba como estudio. Luego cogió el auricular del teléfono y marcó un número conocido. Le respondió momentos después una mujer:—¿Diga?El tono aguardentoso sonaba más ronco de lo habitual y Santana sonrió con cariño.—No me digas que te acabas de despertar. Es mediodía, ¿sabes?—Escucha, cariño, algunas tuvimos que trabajar anoche.—Por favor, Rachel. —Santana echó la cabeza hacia atrás y se rió—. Conozco el trabajo que haces después de medianoche.—¿Cómo sabes que no estuve ocupada vendiendo una de tus pinturas? —preguntó con indignación Rachel Berry, su agente y amiga más antigua—. ¿Y cómo sabes que estaba durmiendo?—Si tuviste que deslomarte por mi culpa, te lo agradezco. Y si no, me encantaría que me contaras los detalles.—¿Dónde estás? —Rachel se estaba despertando.—En Manhattan.—¿Todo va bien?Había sincera preocupación en la voz de su amiga. En sus quince años de amistad habían discutido muchas veces por las relaciones de ambas (a menudo se enfrentaban por la misma mujer), pero nunca se había resentido el profundo afecto que se tenían.—Estoy de maravilla —se apresuró a asegurar Santana—. Pero me gustaría verte, si tu socia de anoche no está ahí.—Pues —dijo Rachel como si tuviera que pensarlo—, digamos que, cuando llegues, mi agenda estará despejada.—No quiero abrumarte.—Oh, querida, nada de eso. Hay que probar algunas cosas.—¿Te parece bien dentro de una hora?—Perfecto. Ahora me pongo con lo que estaba a punto de hacer. Hasta luego.Después de colgar, Santana se quitó la ropa manchada y se dirigió a la ducha. De paso, cogió el teléfono de la mesilla y marcó otro número. Respondieron inmediatamente.—¿Sí, señorita López?—Voy a salir dentro de una hora, Sam.Si el adelanto de la noticia, un fenómeno raro en la impredecible primera hija, sorprendió a Sam, su voz no lo reveló.—De acuerdo. Llamaré al coche.—Estupendo. Gracias, Sam.Cincuenta minutos después, ataviada con vaqueros, un top de algodón blanco de manga corta y zapatillas de correr, Santana cogió el ascensor del ático y bajó al vestíbulo. Cuando se abrieron las puertas, la esperaban Felicia Davis y un agente bajito con gafas, Vince Taylor, relativamente nuevo en el equipo. Santana supuso que uno de los otros estaría en el coche, aparcado junto a la acera. En realidad, le daba lo mismo, ya que no sería Britt. Mientras caminaba entre los agentes, repasó mentalmente la conversación que había mantenido con su amante. Le había dicho a Britt que no tenía intención de comentar con Lucinda Washburn su relación, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo que la obligasen a hacerlo. Su vida personal no se había convertido en asunto público antes porque nunca había tenido una relación seria. Resultaba mucho más fácil conservar el anonimato cuando los amores también eran anónimos. Al salir de la marquesina que sombreaba la entrada del edificio, un grupo de periodistas corrió hacia Santana, con los micrófonos extendidos y las cámaras en ristre. Sus días de anonimato estaban contados. Por suerte, el equipo de seguridad estaba preparado para aquella contingencia y la escoltó hasta el todoterreno, cuyas puertas estaban abiertas para facilitarle la entrada. Una vez dentro, el conductor se apresuró a arrancar, y Santana evitó hacer comentarios y responder a las preguntas que le hacían a gritos. El departamento de tráfico de Nueva York prohibía las carreras y, por tanto, cuando llegaron a la casa de Rachel Berry en el Upper East Side, los medios se habían quedado atrás y no había ninguno a la vista. Felicia Davis acompañó a Santana hasta la puerta de Rachel y esperó mientras ésta respondía a la llamada de su amiga.—Creo que a ésta no la había visto antes —comentó Rachel tras un vistazo a la esbelta mujer de piel de ébano que parecía salida de una pasarela de París con el traje dos piezas hecho en serie—. Es maravillosa.—Olvídala. Es hetero.—¿Y qué pretendes decirme con eso? —Rachel sonrió por encima del hombro mientras cruzaba el apartamento hasta una zona de estar que daba a la terraza. A través de las puertaventanas abiertas, se veía Central Park.—¿No te parece que ya estás demasiado ocupada con tus numerosos... intereses? —bromeó Santana.—Cariño, la variedad es la sal de la vida y todo eso.—En efecto.—¿Quieres tomar algo? ¿Cerveza o vino?Santana negó con la cabeza y se sentó en un rincón del amplio sofá modular beis. Se quitó los zapatos, puso los pies en un banquito y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.—No, estoy bien. Gracias.—Sí, ya lo veo. —Rachel se acercó al carrito de bebidas y se sirvió un vaso de vino blanco; luego se sentó junto a Santana. Posó una mano sobre la pierna de su amiga y dijo—: Cuéntame.Santana arqueó una ceja.—¿Qué te hace pensar que tengo algo que contar?—Vamos, ahórrame la molestia de sonsacártelo. —De pronto, alzó una mano—. No, espera, déjame que lo imagine. Pierce te ha vuelto a fastidiar.—¿Por qué dices eso? —preguntó Santana con sincera curiosidad.—Porque se te ponen esas arrugas en el entrecejo cuando te saca de quicio.—Esta vez te equivocas. —Santana cabeceó y sonrió—. No ha hecho nada. En realidad, es...fabulosa.—¡Oh, Dios mío! —La voz de Rachel reflejaba una impresión sincera—. No hablas en serio.—¿A qué te refieres?—¿Estás enamorada de verdad?Santana hizo un breve gesto con la mano. Se lo había dicho a Britt, pero muy pocas veces. Se lo había contado a Marcea. Sabía que, al expresarlo en voz alta, destruía la última barricada que existía entre su corazón y todo lo que siempre había amenazado con herirla. Tal vez hubiese empezado con la muerte de su madre o con la traición de su primer amor en el instituto, o tal vez hubiese sido la larga procesión de mujeres que habían dicho que la querían cuando en realidad sólo deseaban disfrutar del brillo que acompañaba al nombre de su padre. Había logrado protegerse de la decepción de perder un amor no permitiendo que ocurriese tal cosa. En medio del expectante silencio, se liberó del miedo y declaró la verdad.—Sí, absolutamente. Del todo. Hasta los huesos.Rachel la miró sin expresión durante unos momentos que se hicieron interminables. Luego tomó un sorbo de vino y dijo en voz baja:—Te envidio. Y me alegro por ti.Santana empujó la pierna de Rachel con el pie, en un gesto casi tímido.—Gracias.—Bueno, si no se trata de Pierce, ¿cuál es el problema?—Supongo que no has leído los periódicos últimamente.Rachel se rió con un ronroneo gutural que en otro tiempo habría bastado para que Santana quisiese echarse encima de ella en la cama y dominarla. Pero en aquel entonces eran adolescentes y hacía muchos años que habían dejado de ser amantes.—Hay una foto mía en la portada del Post en una postura comprometida. No se reconoce a Britt, pero alguien acabará por darse cuenta. Para decirlo claramente, estoy a punto de salir del armario.—No te puedes quejar —señaló Rachel en tono sereno.—Lo sé. Pero no estoy segura de cómo afrontarlo. La Casa Blanca debe prepararse porque las consecuencias van a alcanzar a mi padre.—Siempre he creído que un ataque preventivo era la mejor forma de tratar este tipo de cosas.—¿Crees que debería hacer una declaración?—¿Piensas seguir con ella?—Dios —exclamó Santana como si experimentase un dolor repentino—. Eso espero.—Bueno, pues entonces ésa es la respuesta, ¿no? —Rachel se encogió de hombros—. Si no quieres dejarla, tendrás que soportar la publicidad que acompañe a la relación. Mejor que sea según tus condiciones a que tengas que actuar a la defensiva.—Diría exactamente lo mismo si dependiera sólo de mí. —Santana se pasó las manos por los cabellos, y luego suspiró—. Sería mucho más fácil si no tuviera que preocuparme por los asesores de imagen de Washington que se empeñan en controlar qué digo, cuándo lo digo y a quién.—Que se jodan. Eres adulta. Haz lo que te apetezca.—Ya lo he hecho. Pero esta vez no puedo. —Santana miró a su amiga con gesto serio— No puedo hacer como si mi padre no fuera el presidente de los Estados Unidos. Tiene un trabajo importante, recuérdalo. Creo que voy a necesitar que la gente del ala oeste se encargue de esto antes de echárselo encima.—Supongo que tienes razón. ¿Quieres que te acompañe?—Gracias, eres muy amable. Pero prefiero hacerlo sola.—¿Te secundará la comandante ídolo?Santana lo pensó y se encogió de hombros.—No se preocupa por lo que pueda pasarle, nunca lo hace. Creo que estaría encantada asumiendo todos los riesgos y aguantando las consecuencias, pero se trata de nosotras. De las dos.—Le va a fastidiar que te pongas en una situación comprometida públicamente.Santana sonrió.—Imagino que sí.—¿Qué piensas hacer?—Voy a ir a Washington. —Se inclinó, le dio un beso en la mejilla a Rachel y se levantó.—¿Hay posibilidad de que me prestes a una de tus agentes? —preguntó Rachel, levantándose y dando el brazo a Santana.—¿Alguna en particular? —preguntó Santana en tono juguetón mientras se dirigían a la puerta.Cuando Rachel abrió la puerta, Felicia Davis se apartó de la pared y miró a Santana.—Ella me vendría de maravilla —respondió Rachel.Felicia arqueó una elegante ceja.—¿Lista, señorita López?—Como siempre —repuso Santana, seria.

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