3er libro

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Capitulo 15


A la seis y media de la tarde, Britt se encontraba en una desierta antesala, ante una sencilla puerta barnizada con una discreta placa en la que se leía el nombre de William Shuester. Iba dispuesta a esperar, pero pasaron sólo unos minutos hasta que apareció la secretaria y dijo:—La está esperando.Cuando Britt abrió la puerta y entró en el sobrio despacho, su inmediato superior estaba escribiendo algo al pie de un informe. El único toque personal del despacho era una pequeña foto enmarcada de un William Shuester muy joven con John Fitzgerald Kennedy y su hermano Robert.—Siéntese —indicó sin levantar la vista.Eligió una de las dos butacas tapizadas de aire institucional frente a la mesa, cruzó el tobillo derecho sobre la rodilla y apoyó las manos en los finos brazos de madera de la butaca. Cuando Shuester cerró el informe, apartó el montón de papeles y miró a Britt a los ojos: su rostro no expresaba nada.—¿Qué pasó con la fotografía del periódico? —preguntó sin preámbulos—. Es la típica cosa que la Casa Blanca está esperando para echárseme encima.—Iba a preguntarle lo mismo —respondió Britt sin alterarse—. Deberíamos haber sabido que esa foto circulaba por las agencias. No conocíamos el artículo del Post y anoche nos metimos en un avispero de periodistas en Teterboro. Tuvimos suerte de que no se convirtiese en una gresca de medios de comunicación. ¿En qué parte del sistema está el fallo?Un músculo de la mandíbula de Shuester se tensó, pero su voz respondió con serenidad:—Puesto que estaba usted presente cuando se hizo la foto, supongo que podrá explicármelo.Durante un segundo, antes de darse cuenta de que se refería a San Francisco, Britt pensó que hablaba de su presencia junto a Santana en la playa. Curiosamente, no le molestó. No renegaba de ningún momento de su relación con Santana. Por otro lado, en su vida profesional (un mundo plagado de dobles juegos, chantaje político y constantes luchas por la superioridad burocrática) había aprendido a no divulgar jamás información que podía ser utilizada como arma contra ella o contra alguien a quien quería.—La foto se hizo con un teleobjetivo de largo alcance, seguramente desde un muelle del otro lado de la bahía. Había estrecha vigilancia física en el lugar, pero no del perímetro sustancial. No tenía motivos para pensar que era necesaria en esa localización concreta.—La cámara podría haber sido un rifle de largo alcance equipado con un visor nocturno —señaló Shuester, como si estuvieran hablando de una insignificante nota al pie de un artículo de escaso interés—. Podrían haberla matado en vez de sorprenderla en una situación incómoda.La imagen le dolió a Britt como si un cristal se clavase en su pecho y la dejó casi sin respiración. Exteriormente, su expresión no se alteró.—Ya lo he pensado. A menos que la sometamos a la más estricta vigilancia las veinticuatro horas del día, no podemos evitar que alguien haga algo así. Generalmente, no es necesario abarcar tanto perímetro y di por supuesto que contábamos con vigilancia suficiente.—Será un arma más contra usted.—¿A qué se refiere?—Esta mañana he recibido una llamada del Departamento de Justicia; el jefe de la Agencia de Seguridad Nacional y el director adjunto del FBI han cursado una solicitud de investigación formal acerca del resultado de la operación de Nueva York.—Eso sienta precedentes, ¿no? —Procuró no reflejar ninguna emoción, pero le dolía la alusión a una posible incompetencia por su parte. El hecho de tener que defenderse ante desconocidos añadía un insulto a la ofensa.Shuester se encogió de hombros.—Fue una operación conjunta, por tanto la Agencia tiene derecho a pedirlo. Sin embargo, lo fundamental es que, debido a las víctimas, no podemos oponernos sin dar la impresión de que tenemos algo que ocultar. No puedo hacer gran cosa al respecto.—Muy bien. Lo comprendo.—No creo que lo comprenda. Han sugerido de forma muy clara que debe ser relevada de servicio hasta que la investigación concluya.La mirada celeste de Britt se endureció, pero no movió un músculo.—¿Y usted qué ha dicho?Por primera vez ese día y en una de las pocas ocasiones que Britt recordaba, Shuester se mostró incómodo.—Les dije que no, pero no sé cuánto durará esta situación. Una vez formalizada la solicitud... —Extendió las manos con las palmas hacia arriba para indicar su impotencia.—¿Desde cuándo permite que otras agencias le digan al Servicio Secreto cómo ha de llevar sus propios asuntos?—Desde que el presidente se vio obligado a aceptar a un director del FBI que está a la derecha de Joe McCarthy —repuso Shuester—. Maldita sea, Pierce, sabe muy bien que, desde el nombramiento de William Morrow, el FBI no ha parado de extender su ámbito de investigación, y de confiscar todo el poder que ha podido, a las otras divisiones de seguridad.—¿Y cree que la Agencia está detrás de ese movimiento para investigarme?—Yo diría que sí.—¿Por qué? ¿Por qué les importa quién se ocupa de la seguridad de Santana López? ¿Qué más les da?Shuester se quedó callado unos instantes, y Britt se dio cuenta de que estaba decidiendo si debía confiar en ella o no. La política burocrática desbancaba incluso a la amistad. Por fin, se recostó en el sillón y torció el gesto.—Piénselo. Dentro de seis meses, Andrew López tendrá que consolidar una plataforma para su reelección. Necesitará dinero, apoyos y una cuota de popularidad muy alta si quiere tener opciones a la reelección. Sus posturas de centro-izquierda no siempre han caído bien, ni siquiera en su propio partido. Recuerde que en tiempos de J. Edgar Hoover el FBI tenía dosieres sobre todos los personajes políticos del país, así como de magnates de la industria, líderes de los derechos civiles, estrellas de Hollywood, cualquiera que tuviese algún tipo de relación con los que llevaban las riendas del poder.No importaba que fuesen ciudadanos decentes o criminales.Shuester se inclinó hacia delante y la miró a los ojos.—Hoover y sus secuaces utilizaban la información como arma, para comprar confidentes de la mafia o para hacerlos callar, para minar a King y a sus seguidores; compraban y vendían presidentes a voluntad. Se dijo que, cuando no podían comprar a alguien, lo mataban. O por lo menos miraban hacia otro lado mientras otros lo hacían.—Pero eso fue hace treinta o cuarenta años —protestó Britt.—¿Y cree que se acabó cuando Hoover se fue? Fíjese en la trayectoria del Tribunal Supremo en los últimos veinte años; no se esfuerzan en parecer neutrales. Andrew López es un presidente muy liberal, y hay mucha gente en Washington (tanto demócratas como republicanos) a la que no gusta que haya sido elegido. En este momento, me inclino por pensar que algunos poderosos quieren deshacerse de él y están haciendo acopio de municiones en todas partes. Tener ventaja sobre la hija del presidente (controlar de alguna manera la información que fluye de aquí para allá) se puede intercambiar por influencia política en un determinado momento.—Eso me parece muy elástico —rebatió Britt.—No si la persona que dirige su equipo de seguridad informa directamente al FBI y no a mí.Britt se puso rígida.—Si me echan, Sam Evans me sustituirá, y le aseguro que no es un espía.—No tendría por qué ser necesariamente Evans. —Shuester la miró en silencio mientras las palabras quedaban en el aire.El corazón de Britt se aceleró y notó la garganta seca.—¿Alguien le está presionando? William, si tiene problemas, le ayudaré en lo que pueda. Pero no a costa de la seguridad de Santana López.Shuester ordenó metódicamente las carpetas que estaban sobre la mesa y, cuando miró a Britt, su rostro era inexpresivo.—A partir de ahora, considérese notificada acerca de una investigación formal. Seguirá en activo hasta que el tribunal se reúna y decida si recomienda la suspensión.—Dentro de cinco días ella viaja a París. Se trata de una agenda de alta seguridad y pienso dirigir el equipo. Tendrá que meterme en la cárcel para suspenderme antes del viaje.Como Shuester no respondió, Britt se levantó y se inclinó sobre la mesa, apoyando las manos en ella, y habló con voz grave y fuerte.—Haga lo que tenga que hacer conmigo, pero no ponga en peligro a la hija del presidente por culpa de la política de las agencias.—Ha sido todo, agente Pierce.Britt continuó mirándolo un buen rato, y luego se enderezó.—Sí, señor.Cuando Britt llegó al vestíbulo, firmó el registro y recuperó el teléfono móvil. Al salir, marcó un número y esperó hasta que le respondió una voz femenina neutra. Britt dio un número de cuenta y solicitó una cita, utilizando un código anónimo.—Lo siento, esa empleada no está disponible en este momento. ¿Quiere que la sustituya alguien de características similares?—No, gracias. Por favor, compruebe su lista de prioridades y haga referencia a este número de cuenta.—Un momento.Poco después, la agradable voz regresó:—Siento haberla importunado. ¿A qué hora quiere la cita?—Transmita la petición y anótela como una cita de duración indefinida para esta noche.—Por supuesto. Tenga la bondad de llamar al siguiente número y comunicar la dirección.Britt memorizó el número, dio las gracias a la operadora y cortó la comunicación. Pensó en llamar a Santana, pero se dio cuenta de que no le apetecía decirle nada por teléfono. Y no sabía cuánto quería compartir realmente con ella en persona. No sabía si podría conseguir que Santana entendiese lo que tal vez tuviera que hacer.Santana saludó con la cabeza y murmuró un breve "Me alegro de verles" a las personas con las que se cruzó en los pasillos del ala oeste, cuando se dirigía al gran despacho que casi formaba parte del propio despacho oval. Se detuvo ante la mesa de un joven pálido, rubio y de aspecto vehemente.—¿Puede recibirme?El hombre respondió con voz de barítono y acento del medio oeste:—Voy a ver. Estaba con el secretario de Estado.Un minuto después, Santana recibió un rápido abrazo y un beso en la mejilla de una mujer a la que conocía desde la niñez. Lucinda Washburn seguía inspirándole cierto temor y asombro.—Quería ahorrarte la molestia de la llamada telefónica. —Santana se sentó en el sofá de cuero que rodeaba una de las paredes del despacho de la jefa de gabinete de la Casa Blanca.Lucinda, una mujer escultural de cabellos caoba y cincuenta y pocos años, llevaba un vestido azul marino resaltado con unas cuantas joyas de oro. Se apoyó en la amplia mesa, cubierta con gruesas carpetas, montones de memorandos y un ordenador, y miró a Santana con una sonrisa divertida.—Debe de ser algo grave para que hayas venido a la Casa Blanca voluntariamente.—Supongo que eso me lo dirás tú.Lucinda clavó una mirada penetrante en Santana.—Depende.—¿De qué?Washburn dedicó a Santana la típica mirada que ponía firmes a los jefes militares. Santana no se arrugó. Conocía la mirada de Lucinda y había aprendido a disimular sus efectos.—Vayamos al grano, Santana. Depende de quién estuviera en la foto contigo y de si hay más fotos indiscretas de carácter comprometido. Aaron Stern ya ha tenido que esquivar preguntas sobre la foto en la rueda de prensa de esta mañana. Los medios y el público quieren saber por qué no se había hablado de este romance tuyo hasta ahora. Todo el mundo exige detalles.Santana hizo lo posible por no enfurecerse, pero hubo de recurrir a su inmensa fuerza de voluntad para no responder que se jodieran todos. En vez de eso, dijo:—No veo por qué hemos de dar explicaciones. Mañana a estas horas será agua pasada.—Seguramente tienes razón. Pero a los sabuesos de la prensa nada les gusta más que un asunto jugoso sobre la primera familia para llenar páginas mientras no se produce la siguiente catástrofe meteorológica o una atrocidad militar.—De acuerdo. Diles que era una cita y que se quede en eso.—Sí, claro. ¿Una cita en plena noche en la playa de una ciudad del Medio Oeste que todo el mundo considera la reencarnación de Sodoma y Gomorra? —se burló Lucinda— No te hagas la ingenua porque te conozco bien. En la Casa Blanca nuestro lema es estar preparados. No me gusta que me cojan desprevenida, sobre todo en algo que afecta directamente a la familia del presidente.Santana se quedó callada porque ya lo sabía. Por eso estaba allí. Al poco rato, preguntó:—¿Qué quieres?—Si te vas a embarcar en una relación pública, tenemos que estar en condiciones de decir algo cuando pregunten, y sabes más que de sobra que preguntarán. Así que explícame las cosas ahora.—Puedes decir que mantengo una relación seria con otra mujer. —Santana supuso que la noticia no constituiría una sorpresa, porque Lucinda era demasiado astuta para no saberlo de antemano. Pero una cosa era suponer y otra saber.La expresión de Lucinda no se alteró.—¿Con quién?—No pienso decírtelo.—Habrá que arreglarlo —repuso Lucinda en tono controlado—. Si te niegas a dar su nombre, la gente creerá que tienes algo más que ocultar. Te perseguirán sin tregua. ¿Hay algo que yo deba saber sobre ella, algún escándalo, un pasado turbulento?—No.—Se sabrá, Santana. No me pongas en una situación difícil. —Había un matiz de advertencia en su voz. —No hay nada raro. Es irreprochable.—Entonces, ¿a qué viene tanto secreto conmigo?Santana no respondió y se dio cuenta de que Lucinda barajaba sus cartas mentalmente, decidiendo cuál debía jugar.—No creo que quieras congelar la relación hasta que el presidente tenga el respaldo del partido para la reelección —dijo Lucinda en tono indiferente.—Falta más de un año para eso.—¿Pretendes decirme que un año es demasiado esperar? ¿O es por ella? Porque, si esa mujer va en serio...—Te estás pasando, Luce.En los ojos negros de Lucinda Washburn hubo un destello de ira, pero se las arregló para contener la respiración un momento, y luego exhaló lentamente.—Santana, tu padre tiene sólo ocho años como máximo para ocupar el lugar más poderoso del mundo. Puede hacer cosas maravillosas por su país y por el resto del mundo durante esos ocho años. Dime que no te importa. Dime qué quieres poner eso en peligro.Naturalmente, siempre iban a parar ahí. En el círculo de su padre, todos, incluida Lucinda, habían sacrificado su vida personal para auparlo hasta donde estaba. Muchos no tenían tiempo para las relaciones, y los que las iniciaban casi nunca las conservaban mucho tiempo. Para su hija, el asunto no era tan sencillo como equilibrar las ambiciones políticas de su padre con su propia necesidad de una vida independiente y sincera. Se trataba del derecho a poner lo personal sobre el bien público. Tal y como lo había expresado Lucinda, su deseo de felicidad personal resultaba egoísta.—He silenciado mi vida durante casi una década. —Santana miró a los ojos de la jefa de gabinete sin pestañear—. No he hecho declaraciones públicas ni exhibiciones de mi identidad sexual. No quería que saltase a los periódicos. Pero no puedo cambiar mi forma de ser, ni siquiera por mi padre.—No te pido que cambies. Te pido que no lo divulgues.—He recurrido a la estrategia del "no preguntes, no cuentes" desde que tenía quince años. Es como vivir en la cárcel.Durante un momento fugaz, Santana reconoció la comprensión en el rostro de Lucinda. Pero desapareció enseguida.—Eres hija de tu padre, Santana, y por tanto tomarás la decisión correcta.No se abrazaron al despedirse. Cuando Santana pasó ante la puerta cerrada del despacho oval y los dos agentes del Servicio Secreto que la flanqueaban, recordó la cara de Britt. "Me pregunto si tendré fuerzas para hacer lo correcto."

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