2do libro

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                                                                                      Capitulo 4

Poco antes de las siete de esa noche, Britt entró en la central de mando y se dirigió con paso cansado a su mesa, situada en el extremo de la habitación. Por fin había terminado la reunión con Santana, prevista para una hora más temprana. La primera hija se había mostrado cordial, pero fría, mientras repasaban las actividades oficiales de los diez días siguientes; cuando Britt le preguntó por sus compromisos personales, Santana se limitó a esbozar una sonrisa tensa y a decir que no tenía ninguno. Britt reconoció que tal vez pareciese más brusca de lo que quería. Se le hacía duro ver a Santana después de una ausencia de seis semanas, con todo lo que había entre ellas sumido en el caos. No era lo que se había imaginado de aquella reunión. Suspiró y contempló la pila de memorandos y una carpeta llena de informes de campo que Sam había dejado para que ella los cubriese en el tiempo en que él se había hecho cargo, durante su baja médica. Cuando se sentó y colocó el montón de papeles delante, entró Paula Stark y se puso a un lado de la mesa.–Discúlpeme, comandante –dijo Stark con la columna tiesa y el tono formal. Sólo faltaba un saludo.Britt la miró, distraída.–¿Qué pasa, Stark? ¿Problemas?–No, señora. Quiero disculparme por la ruptura de seguridad de antes. Asumo toda la responsabilidad.Britt se reclinó en el sillón y estudió el aspecto serio de Paula Stark. Cinco meses antes, Stark había cometido lo que podría haber sido el error más grande de su carrera: había dejado que Santana López la sedujera. Por una sola noche se comprometió profesionalmente, y Britt debería haberla trasladado o despedido del servicio. Pero Stark había hecho algo insólito: se dirigió a Britt inmediatamente, aceptando la responsabilidad sin excusas. Prometió que no volvería a suceder y, por lo que Britt sabía, así era. Britt no pensaba en lo que sentía Stark hacia Santana. No le atañía. Sin embargo, lo que había pasado aquel día sí que le atañía.–Stark, en este trabajo las disculpas no son aceptables ni suficientes. Estaba usted al frente del turno de día, lo cual significa que, si algo sale mal, es culpa suya.El sobresalto se reflejó en los ojos de la agente, que se limitó a decir:–Sí, señora. Lo comprendo.–Entonces, pregúntese qué se le ha pasado por alto. Egret resulta a veces muy difícil de predecir. Ya se lo he dicho al equipo, y la medida más segura consiste en asumir que se trata de un sujeto no cooperativo; lo cual significa que usted debe prepararse para movimientos inesperados. Hoy ha bajado la guardia, pero ha tenido suerte. Si yo no hubiera cruzado la calle y la hubiera visto meterse en el taxi, usted la habría perdido. "La habría perdido." A Stark se le encogió el estómago.–Sí, señora.–Piense en eso, Stark. Y dé el paso siguiente.Al recordar la sensación de náuseas que había experimentado esa mañana al ver en el monitor cómo Egret pasaba ante el mostrador y salía a la calle, lo único que pudo hacer Stark fue asentir. ¿Y si la hubieran perdido y hubiese ocurrido algo: un secuestro, un asalto o algo tan simple como que un entusiasta cazador de autógrafos la obligase a detenerse entre el tráfico? "Dios. Estos meses pasados nos confiamos demasiado en una falsa sensación de seguridad porque Egret parecía calmada. Hacía tanto tiempo que no nos eludía que nos volvimos perezosos..."Britt reprimió una sonrisa. Parecía como si Stark se hallase ante la guillotina.–Es usted una buena agente –afirmó Britt–, una agente valiosa porque hay lugares a los que sólo usted puede acompañarla. Tenga cuidado, vigile y manténgase alerta. Eso es todo.Stark se dio cuenta de que la comandante ya se ocupaba del papeleo cuando respondió:–Muchísimas gracias.Una hora después, Britt había acabado de repasar casi todos los documentos, apartando los que necesitaban más atención. Ya no podía leer más. Había partido de Florida la noche anterior y llevaba treinta y seis horas sin dormir. En condiciones normales, no le habría molestado tanto como en aquel momento, pero la tensión de ver de nuevo a Santana en circunstancias tan difíciles se dejaba sentir. Estaba cansada y sola. Se levantó, se estiró y se dirigió hacia la puerta. Quería tomar una copa y acostarse. Cuando estaba a punto de salir, Fielding, uno de los agentes del turno de noche, reclamó su atención:–Una llamada para usted, comandante.Se volvió, reprimiendo un suspiro, y cogió el teléfono más a mano.–Pierce al habla –dijo en tono cortante, sin asomo de fatiga en la voz.–Soy Shuester.–¿Sí, señor?–Esté en Washington mañana a las ocho para una reunión informativa. Quedamos en la sala de reuniones de mi oficina.Britt se puso alerta al instante, y el agotamiento cedió al encenderse sus sospechas. Aquella petición era poco habitual. La llamada seguía, casi sin transición, a la repentina orden que la encargaba de la seguridad de Santana. No creía en las coincidencias. Pasaba algo serio y afectaba a Santana, y por eso su supervisor la convocaba en Washington.–Necesito saber si debo instaurar medidas de seguridad reforzadas para Egret, señor.Un momento de silencio confirmó sus sospechas. Había un bloqueo informativo y afectaba a Santana. Por costumbre, comprobó los monitores, que revelaban imágenes de vídeo en circuito cerrado de todo el edificio: las entradas, el aparcamiento, los ascensores, el vestíbulo que precedía al apartamento de Santana... Casi esperó ver a alguien haciendo un asalto.–No hay necesidad de que tome medidas especiales por su cuenta –gruñó Shuester–. Limítese a acudir a la reunión, Pierce.A las 7.50 Britt caminaba por el pasillo desierto que conducía a la oficina de William Shuester. Algunas de las oficinas situadas en las madrigueras que daban al vestíbulo cubierto con baldosas industriales ya estaban ocupadas, pero muchas puertas permanecían aún cerradas, esperando a que llegasen a sus puestos las secretarias y el resto del personal. Britt abrió la puerta en la que ponía "Reuniones" y entró en otra estancia genérica que parecía habitual en todos los edificios del Gobierno. Saludó con la cabeza a una pelirroja, una mujer que no había visto nunca, sentada ante la mesa. Ocupaba el centro de la habitación una larga mesa rectangular, rodeada por varias sillas de respaldo recto. En una esquina había un carrito de café. Britt fue hasta el final de la mesa, se sirvió un café y se sentó frente a la mujer, que estaba leyendo un cúmulo de papeles que debía de haber sacado del maletín abierto junto a ella. Ninguna de las dos le dedicó a la otra más que los primeros saludos neutrales, dejando las presentaciones para quien organizase la reunión. Durante los diez minutos siguientes la puerta se abrió tres veces, y en cada ocasión entró un hombre con el atavío reglamentario de un agente del Gobierno: las chaquetas azul marino, pantalones de franela gris, camisas blancas y corbatas acanaladas abundaban en el edificio del Departamento del Tesoro, en el cuartel general del FBI y en las restantes agencias de seguridad de Capitol Hill. El último que entró fue el supervisor directo de Britt, William Shuester. Hacía una década que se conocían y mantenían una amistad tan íntima como la que permitía aquel ambiente. Ambos comprendían que, independientemente de los sentimientos personales o de las consideraciones individuales, el sistema al que servían tenía el poder supremo y, como todos los gobiernos, no era inmune al error; error que a veces destruía carreras y vidas. También creían que, a pesar de los defectos, se trataba probablemente del mejor modelo al que se podía aspirar. Shuester los saludó con un breve movimiento de cabeza y se sentó en la cabecera de la mesa. En el extremo opuesto, un hombre de cuarenta y tantos años, con el cabello gris acerado, delgado y en buena forma, valoraba fríamente a todos los que estaban en la sala. Frente a Britt, a la izquierda de la pelirroja, un hombre de la edad de la propia Britt que tenía todo el aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad la miraba con un punto de dureza. Britt no conocía a ninguno de los presentes, pero reconocía el tipo de gente. La mujer, en los inicios de la treintena, el pelo corto bien arreglado, maquillaje sobrio y traje conservador, aparentaba una confianza reservada que sugería que no trabajaba para ninguno de los hombres de la sala. Tal vez fuese asesora independiente o analista forense. Parecía que hubiera ido a dar una opinión, y seguramente no le interesaba la política de las agencias del Gobierno.Los hombres eran otra cosa. Los dos desconocidos pertenecían al FBI, la CIA o a ambos. No sonreían y tenían un aspecto un tanto beligerante y claramente molesto, sin duda porque la reunión no pertenecía a su terreno. Britt estaba preocupada. Porque, si la reunión pertenecía al terreno de ella, se confirmaban sus sospechas de que tenía que ver con Santana, y eso la alteraba más de lo que reconocía. A las ocho en punto Shuester empezó a hablar:–Empecemos por las presentaciones. La agente del Servicio Secreto Brittany Pierce, que está al mando del equipo de seguridad de Egret –dijo señalando a Britt con ojos inexpresivos que resbalaron sobre ella. Continuó indicando al hombre canoso del otro extremo de la mesa–: Robert Owens, Agencia Nacional de Seguridad. Agente especial Lindsey Ryan, de la División de Ciencias de la Conducta del FBI –se refería a la pelirroja–. Y señalando al hombre sentado frente a Cam–: Patrick Doyle, agente especial encargado del grupo de trabajo del FBI que investiga a Loverboy.Britt se puso rígida, pero su expresión permaneció neutral. Loverboy era el nombre en código asignado al hombre que había acosado a Santana López el año anterior, dejándole mensajes, haciéndole fotos y, con toda seguridad, llevando a cabo un intento de asesinato que había producido heridas críticas a Britt. Era la primera vez que oía hablar de la existencia de un grupo de trabajo, lo cual significaba que la investigación no estaba en manos del Servicio Secreto, y que la gente directamente responsable de la seguridad de Santana quedaba en la oscuridad. Estaba furiosa, pero necesitaba más información antes de saber adónde dirigir exactamente su ira. Por eso escuchó con los puños apretados bajo la mesa y las mandíbulas tan tensas que le dolían los dientes. "¿Por qué no sabía nada de esto? ¿Quién diablos está al mando aquí?" Durante unos momentos la habitación permaneció en silencio, mientras se asimilaban unos a otros. Luego, el hombre de la Agencia Nacional de Seguridad se aclaró la garganta y dijo con voz ronca:–Dejaré que Doyle les ponga al corriente de los últimos descubrimientos domésticos. Encontrarán un sumario con información al día y análisis en la carpeta.Les entregó carpetas de la pila que había traído consigo.–Desde el punto de vista de la seguridad nacional, nos preocupan las próximas reuniones cumbre del Presidente sobre el acuerdo del calentamiento global con los miembros del Consejo de Europa dentro de tres semanas. Además, asistirá a la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Quebec dentro de unos días. Cualquier acto de terrorismo, incluyendo un ataque a Egret, desbarataría estos planes.–No contamos con nada que indique que Loverboy es miembro de un grupo, nacional o internacional, con una agenda política –dijo Doyle con una voz de la que destacaba su fuerte acento del Medio Oeste. Su tono y expresión sugerían que no le interesaban demasiado los temas de seguridad nacional de Owens.–En el perfil psicológico nada sugiere que tenga motivaciones filosóficas o políticas –intervino Lindsey Ryan, la especialista en Ciencias de la Conducta–. El contenido de los mensajes (versos poéticos, fantasías sexuales, la fijación de saber dónde está ella y qué hace), todo eso revela un sentido deformado de la realidad. A pesar de este engaño, su capacidad para establecer contactos repetidos con ella y eludir de forma efectiva su captura durante un período prolongado de tiempo indican una personalidad inteligente y muy organizada. Ha centrado toda su atención en ella. Está obsesionado con ella. No tiene que ver con el Presidente.–Tenemos que suponer que todo lo que se dirige a Egret guarda relación con el Presidente –repuso Owens, irritado, dirigiendo claramente sus observaciones a Doyle.Britt, esforzándose para contenerse, escuchó cómo los dos hombres se enzarzaban en un debate verbal sobre qué agenda debía tener prioridad e ignoraban la trascendental importancia de las afirmaciones de Ryan. Era evidente que a aquellos hombres les interesaba menos Santana que establecer cuál de ellos tenía prioridad en la captura del sujeto no identificado.–¿Exactamente en qué grado de penetración nos encontramos por lo que se refiere a Egret? –Britt apenas logró reprimir la ira de su voz. No podía meterse en una lucha de competencias en aquel momento, ya que se hallaba demasiado lejos del circuito de información. Tenía que saber lo cerca que aquel psicópata había estado de Santana.Doyle, que parecía impaciente, alzó la voz y continuó como si nadie hubiera dicho nada:–Hasta los últimos diez días o así, todos los contactos establecidos por Loverboy se han producido por medio de transmisión electrónica, en concreto por mensajes de correo electrónico enviados directamente a las cuentas personales de la destinataria.–¿Qué información tenemos sobre los puntos de origen de los mensajes? –La voz de Britt sonaba cortante como el cristal molido.–A pesar de nuestros intentos de rastrear el punto, o puntos, de origen, no hemos podido verificar la fuente. El cambio de las cuentas de Egret, el desvío a través de subestaciones y alias, la creación de filtros electrónicos, han resultado inefectivos. Hasta la fecha los mensajes han sido –dudó un momento, como si considerase la forma de expresarlo, y luego continuó–, en su mayor parte, de un sugerente carácter sexual.–¿Va a más? –A Britt se le bloqueó el aliento en el pecho. Por eso la habían vuelto a llamar. Y, si el grupo de trabajo llevaba meses en acción, algo había cambiado recientemente que les había dejado sin asideros. Intentó no pensar en que Santana casi había eludido su vigilancia el día anterior.Doyle revolvió unos cuantos papeles con mala cara.–Estuvo inactivo durante un período de tiempo que siguió al tiroteo de principios de año. Naturalmente, todas las agencias del Gobierno, entre ellas el Servicio Secreto, el FBI y la CIA, se involucraron en la persecución, y él no tenía mucha elección, salvo permanecer oculto. Reapareció hace unos tres meses.–Tres meses –repitió Britt clavando los ojos en los de Doyle–. ¿Tres meses y no avisan a su equipo de seguridad hasta ahora?–Ya lo sé –dijo William Shuester, incapaz de disimular su incomodidad. No iba a explicar públicamente que su decisión (que el grupo de trabajo lo integrase su gente en Nueva York) había sido anulada por el director de seguridad. Seguía resentido, pero tenía órdenes de continuar.Britt se volvió hacia él, pues le parecía mejor que quebrar el rango en medio de personas de diferente categoría y cuestionar su juicio o su autoridad. Pero brillaba la crítica en sus ojos, y se dio cuenta de que Shuester la había percibido.–El Servicio Secreto no está equipado para hacerse cargo de ese tipo de escenarios –afirmó Doyle en tono desdeñoso.–Nosotros formamos parte del escenario –repuso Britt–, y somos los que mejor conocemos la situación del día a día. Una amenaza como ésta exige que aumentemos nuestro nivel de preparación. –Tenían que cambiar todo el sistema de protección de Santana. "¡Por Dios bendito! Llevaba meses desprotegida."–Hemos estado presentes –recalcó Doyle–. Somos más que capaces de protegerla.–No igual que nosotros –replicó Britt, que seguía sin entender cómo Shuester había permitido que ocurriese semejante cosa–. Tenemos que llevar las riendas de esta investigación.–Su gente supo de él al principio, y su seguridad resultó tan inefectiva que Egret estuvo a punto de morir. –El color de Doyle se apagó mientras los labios se le curvaban ligeramente en un gesto de desprecio–. No creo que estén a la altura.La voz de Britt sonó fría y sus palabras, cortantes como el filo de una navaja.–Al excluir al Servicio Secreto de su trama de inteligencia, someten a Egret a un grave riesgo. Un riesgo inaceptable. Un riesgo insostenible.–Pierce –la amonestó Shuester.Britt había acusado al jefe del equipo del trabajo del FBI de poner en peligro la vida de la hija del Presidente, lo cual, como mínimo, constituía negligencia en el cumplimiento del deber y, según una interpretación estricta, se podía considerar una infracción tipificada como delito. Pero no podía volverse atrás, ahora que la vida de Santana se encontraba en riesgo. Britt continuó como si su supervisor no hubiese dicho nada.–Quiero todos los datos, todas las transmisiones, los informes, las proyecciones y los perfiles que tengan. Quiero...–Tendrá lo que yo diga... –Doyle la interrumpió acaloradamente, inclinándose hacia delante, con los músculos de su magnífico cuello tensos.Britt se levantó enseguida, apoyó las manos en la mesa y lo miró.–Hasta la última palabra, Doyle, o yo personalmente haré un informe a la Oficina Oval citando su negligencia y sus maniobras.–Me está amenazando, Pierce. –Doyle se levantó de su silla más rápido de lo que correspondía a un hombre de su tamaño–. Encontraré la mierda que se cree que puede ocultar y la enterraré en ella.Sonriendo ligeramente, Britt habló con una voz tranquila y clara:–No me conoce bien si cree que eso me asusta.Nadie oyó que se abría la puerta mientras ambos se miraban, midiéndose para la lucha que sin duda se produciría entre ellos.–Por lo que he oído, no debería usted estar en ese equipo – comentó Doyle con desprecio–. Me gustaría saber de quién fue la pobre excusa para tomar una decisión como ésa.–Supongo que mía –dijo sin alterarse una profunda voz masculina.Britt se enderezó y se volvió hacia la voz mientras los demás se ponían firmes ante el Presidente de los Estados Unidos

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