2do Libro

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Capítulo 19

Britt pasó casi toda la tarde soportando otra reunión con Doyle mientras perfilaban sus respectivos papeles en la futura operación. Britt se vio obligada a admitir que no tenía nada que ver en la decisión relativa a la participación de Ellen Grant. Lo dejó pasar y prefirió centrar su energía en cuidar de la seguridad de Grant. Si tenía que estar levantada las veinticuatro horas del día controlando los acontecimientos, pensaba hacerlo. Más tarde llegó la sustituta de Finch, y el plan para captar a Loverboy y hacerlo saltar a la palestra se puso en funcionamiento. Eran casi las cuatro cuando se dirigió a su apartamento. No había nadie y la noche parecía muy tranquila. Al darse cuenta de que estaba sola por primera vez en varios días, se detuvo en la esquina y contempló el edificio de Santana. Un débil resplandor iluminaba los paneles de cristal doble del ático. Se preguntó si Santana estaría trabajando y, durante un momento, deseó estar con ella: sentada, mirando en silencio, como miraba a su madre trabajar cuando era pequeña. Aquel recuerdo contenía la añoranza de algo que no sabía que echaba de menos y en lo que no podía pensar en aquel momento. Se encogió y se dirigió a su apartamento, pequeño e impersonal, para arrancar unas horas de sueño irregular antes de que empezase realmente la campaña. Cuatro horas después, se hallaba de vuelta en el centro de mando, revisando las comunicaciones e informes de Washington, la oficina de Nueva York y el Centro Nacional de Información sobre el Crimen. A pesar de la operación en marcha, aún debía seguir los protocolos. No podía permitirse el lujo de dejar que una amenaza contra Santana empañase las amenazas potenciales contra otros. Cuando terminó el trabajo rutinario, ya estaba lista para hacer un informe de la situación de Loverboy. Se negaba a pensar en la operación por el nombre codificado del asesino puesto por los tipos del FBI.

–¿Algo nuevo? –Britt se encontraba detrás de dos personas sentadas ante varios ordenadores, analizadores de voces, monitores de vídeo y otros artefactos de rastreo electrónico.

Los dos, que parecían cansados, giraron en sus sillas. Transmitían un inconfundible sentido de euforia, como si estuvieran disfrutando muchísimo. La mujer de piel de ébano, cuyo porte era majestuoso, habló primero con una voz modulada por un ligero acento que revelaba su educación europea.

–Hemos respondido dos veces desde el primer contacto producido hace doce horas, comandante –informó Felicia Davis–. Como se había previsto, no he hecho ningún intento de conectar con él, salvo unas pruebas verbales: quién eres, qué quieres, por qué me escribes. Cosas que Egret ya habrá dicho, pero que puede preguntar alguien harto de tanta atención. –Una ligera mueca arrugó sus rasgos esculpidos cuando señaló los ordenadores de la consola que tenía delante–. He intentado adjuntar un paquete de rastreo a mis respuestas, pero utiliza un tipo de programa que garantiza el anonimato y evita que yo introduzca un gusano en su ordenador. Su punto de origen está excepcionalmente bien cubierto.

–Si pudiera enviar un gusano con un mensaje de correo, ¿lo localizaríamos? –A Britt la había impresionado la adquisición más reciente del equipo. La mujer, que parecía llegada directamente de una pasarela de moda de París, se encogió de hombros y se formó otra arruguita entre sus cejas arqueadas.

–En teoría, sí. Aunque, por lo que he visto, los intentos del FBI de hacer lo mismo han fracasado. Creo que, aunque consiguiéramos localizar su ordenador, aparecería en un lugar como Rumanía o algo por el estilo. Redirige sus mensajes a través de un portal... o de varios. Vale la pena probar, pero, si lo encontramos por esta vía, será por pura suerte.

–Podría llevar bastante tiempo –observó Britt–. Ustedes dos necesitan un descanso.

Sam protestó:

–Estamos bien, comandante.

–No se preocupe. No los sustituiré aunque necesiten echar un sueñecillo.

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