Prólogo

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El despertador suena antes de lo que espero

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El despertador suena antes de lo que espero. Por fin, el día ha llegado. He fantaseado demasiado tiempo con este momento y temo por cometer alguna equivocación. De todos modos, si la comunidad científica rechaza mi experiencia, ellos se lo pierden.

Me levanto con mucho cuidado de apoyar primero el pie derecho. Me dirijo hacia el baño y peino mi alocada cabellera castaña, siempre tan rebelde por la mañana. Acto seguido, me quito el pijama y comienzo a vestir un traje oscuro algo arrugado, atribuible a mi falta de tiempo. El ritual de un café caliente me permite relajarme un momento y dejar de pensar en lo que luego ocurrirá.

Suena el timbre. Abro la puerta y me encuentro con Stephen, con unas profundas ojeras, listo para cargar mi experimento en su camioneta. Lo invito a desayunar y lo cobijo en mi casa del frío invernal que azota a la ciudad. Sus manos, algo congeladas por el frío, encuentran sustento en la fogata que arde en el salón.

—¿Estás listo para esto? —me pregunta, ansioso por descubrir nuestro trabajo de años a la luz.

—Eso creo.

Y así comenzamos a cargar todas y cada una de las partes de mi invento, con mucho cuidado de no deteriorarlas, con la esperanza de que todo salga como lo planeamos. La enorme caseta de dos metros de largo representa un gran desafío a la hora de cargarla, trabajo que nos demanda tiempo y esfuerzo. Nos vemos obligados, también, a quitar la nieve del camino y a amarrar con fuertes cuerdas todo el complejo dispositivo.

El viaje hacia la Facultad de Ciencias me resulta eterno. Las mariposas ya han comenzado a hacer de las suyas en mi estómago y los pensamientos fatalistas invaden mi mente. Stephen conduce la camioneta colorada esquivando grandes profundidades en la ruta, fruto de la irresponsabilidad del gobierno. El camino, un paisaje blancuzco interrumpido por altos pinos que se alzan a los lados, me resulta indiferente frente a mi gran descubrimiento.

—Llegamos —me dice Stephen, más ansioso que yo.

Al levantar la mirada pude observar el edificio por primera vez. El letrero, escrito en latín y tallado en piedra, no es más que una de las tantas demostraciones de austeridad que los egocéntricos científicos dejan entrever en cada una de sus clases. Las inmensas columnas estilo corintio sostienen imágenes de criaturas aladas que sujetan pergaminos en sus manos. La simple visión del lugar me hace sentir humillado.

Sin embargo, el camino no ha sido nuestra única complicación; un ejército de estudiantes que se amontona en la puerta nos obliga a hacer malabares para arribar a la sala de exposiciones. Mi extrema torpeza casi destroza el experimento en varias oportunidades, si no hubiera sido por las manos de mi amigo que se sujetan como tenazas cada vez que yo desfallezco.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora