Capítulo 75

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Dentro de aquel tártaro, las órdenes iban y venían, flotando por los aires, desarmando la temeridad de aquellos a los que se les era encomendada una peor misión

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Dentro de aquel tártaro, las órdenes iban y venían, flotando por los aires, desarmando la temeridad de aquellos a los que se les era encomendada una peor misión. De hecho, todos competían por ver quién era más víctima de aquellas palabras, cuya actitud me hizo recordar, por semblanza, a los niños que lloran no bien han golpeado a otro. Los gestos grandilocuentes de nuestro interlocutor, más que impartir recados, escupía odio, cuyos efectos inmediatos acabaron en una laguna de una asquerosa saliva sobre la cual nadie se tomó la molestia en recoger; todos, en cambio, recularon frente al charco.

—Giuseppe Flores y Richard Straight, se encargarán de entrenar a las tropas hasta el día del atentado —decía el mandamás, continuando con una catarata de funciones destinadas a la manumisión del mundo, la purga hacia los corruptos y la instalación de la paz perfecta.

Algunos de los hombres allí presentes llevaban algunas medallas prendidas al pecho como símbolo de prestancia creyendo, con ingenuidad, que un pedazo de tela y metal sería capaz de compensar una gerida mortal. La sala comenzaba ya a vaciarse y los enviados ya fluctuaban por la puerta, algo confundidos ante sus nuevas misiones, a las cuales calificaban de un rotundo fracaso. Asimismo, las funciones se tornaban cada vez más obscuras, a tono con el aspecto de quienes se encargarían de ejecurarlas. Algún que otro obcecado exigía a gritos explicaciones y un relevo, recibiendo como respuesta, en el mejor de los casos, a la ignorancia y, en el peor, un paseito de la mano de los guardias que custodiaban el lugar.

—Jacob Strauss y David Cecil —anunció él, en el fin de su soliloquio, con un tono que reflejaba una miscelánea de compasión e impotencia.

Jacob se paró más pronto que yo, con una rapidez tal que casi golpea sus muslos contra la mesa. Yo lo imité, procurando mantener la suficiente lotananza para no sufrir una consecuencia similar, que incrementaría mis veces de estúpido.

El jefe consultó a sus papeles, yendo y viniendo de una hoja a la otra, tratando de caer en la cuenta sobre si aquello que se dibujaba ante sus ojos era real. Releyó una vez más mi prontuario, el cual Jacob había insistido que completara ni bien tuviera tiempo, sin creerle a sus propios ojos.

—¿Acaso no fuiste tú el primer ser humano en el mundo en experimentar con la clonación? —me interrogó él, dejándome de ver como un simple lastre en sus planes.

—En efecto —respondí, sin conocer que, en aquel entonces, hablar con los superiores era un derecho reservado para unos pocos y que, tal como lo sospechaba, me eximía.

El asiático se sorprendía ante mi rebeldía de pasar por alto las normas de deferencia, no en calidad de revolucionario, sino de mero incompetente. Pareció gustarle, al menos aquella fue mi impresión, que, en medio de aquel tropel de cabezas huecas, pudiera encontrarse, dentro de una oquedad, un cerebro.

THEMMA © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora